Con frecuencia vemos en los telediarios impactantes imágenes de redadas policiales. Agentes encapuchados con chalecos identificativos reflectantes entran en un edificio y sacan a la calle a una partida de individuos esposados, de catadura normalmente poco tranquilizadora. Suelen ser redadas de delincuentes peligrosos, cuya detención alivia al espectador al comprobar que se dejan por el momento fuera de la circulación pública a sujetos aparentemente muy capaces de abreviarle a uno los trámites del tránsito final. Si se trata además de individuos dedicados al tráfico de drogas, o al atraco a mano armada, o a cualquiera de esas actividades criminales en que se ataca directamente la vida o la integridad física, la noticia posterior de que se ha acordado su prisión provisional no choca al espectador.

Pero una cosa es la noticia de una operación policial de esa clase, realizada sobre delincuentes de esa calaña, y otra muy distinta la visión de esas otras operaciones, con idéntica ejecución aparente, en la que los detenidos que salen esposados en directa retransmisión televisiva, son gerentes de una empresa constructora, miembros de un equipo jurídico, empleados ordinarios, sin descartar a simples secretarias, o bien concejales de un ayuntamiento o funcionarios, todos ellos al parecer implicados en comportamientos criminales que no engendran peligro físico para los demás, sino que consisten en haber pagado o haber cobrado lo que no se puede pagar ni cobrar. Supuestos autores, pues, de delitos de corrupción.

Tan supuestos como lo son también los otros detenidos a que me he referido en primer lugar. Pero con la diferencia de que éstos causan miedo porque son realmente peligrosos, mientras que los otros, los de la delincuencia económica, producen indignación, irritación en la opinión pública, pero ninguna intranquilidad personal. Y ello porque, fuera de su ilícita actividad económica, estas personas conviven normalmente con el resto de los mortales. Y convendrá el lector en que entre estar en un restaurante rodeado de funcionarios o empresarios que practican la mordida, y estar en un local cuyos parroquianos son criminales violentos capaces de abrirte en canal, hay una importante diferencia en el distinto grado de desasosiego que unos y otros sujetos originan.

La tendencia a aplicar con mayor severidad la prisión preventiva a delincuentes económicos puede convertirse en una práctica generalizada y peligrosa para el Estado de Derecho

Pero esta diferente percepción, que me parece evidente, basada en la experiencia sin necesidad de ninguna demostración argumental, no se corresponde en los últimos tiempos con el uso que para unos y otros sujetos, presuntos delincuentes todos, se hace de la prisión provisional. El mayor rigor se está utilizando para los delincuentes de la mordida, para los del cohecho y la prevaricación. Mientras que la benignidad se dispensa generosamente a los delincuentes del bando llamémosle peligroso. Y esto, que es tendencia incipiente, puede convertirse en una práctica generalizada peligrosa para el Estado de Derecho.

La retransmisión televisiva en plan show de detenciones masivas de personajes públicos en el campo de la delincuencia económica, seguidas del acuerdo de su prisión provisional, empieza a ser una instrumentalización a modo de herramienta ejemplarizante con el único fin de dar inmediata satisfacción a la indignación popular. Quizá porque hoy se soporta menos al corrupto que se enriquece mediante el soborno que al asesino o al agresor que apuñala en una pelea.

El problema es que esta tendencia implica alterar valores esenciales propios del Estado de Derecho. Y nada es más difícil que recuperar lo que ha exigido varios siglos conquistar. No me estoy refiriendo a los cambios producidos en el grado de mayor o menor irritación que unos y otros delitos causan en la opinión pública. Me refiero a las razones oficiales que se usan actualmente para justificar la severidad en los delitos económicos frente a la benignidad en los demás, al acordar en ambos, antes de la celebración del juicio, la llamada prisión provisional.

La deformación de estos valores se evidencia precisamente por el desacierto de las razones que se están utilizando para justificar prisiones provisionales que no procede acordar. Al respecto conviene recordar algunas cosas elementales.

La prisión provisional es una medida excepcional que priva de libertad a quien no ha sido juzgado ni condenado por ningún tribunal en un juicio oral público con las garantías necesarias

La prisión provisional es una medida excepcional que priva de libertad a quien no ha sido juzgado ni condenado por ningún tribunal en un juicio oral público con las garantías necesarias. Por eso el sacrificio que representa para quien la sufre sólo se justifica si concurren razones de utilidad o de necesidad social, capaces de compensar el daño personal de quien se ve privado de libertad sin juicio previo.

Conviene recordar a la opinión pública que la prisión provisional no es una pena que se impone anticipadamente por estar muy claro desde el principio que alguien es responsable de un crimen. Esto no es posible en el sistema jurídico propio de un Estado de Derecho porque descansa en una idea inadmisible: la de que “como está muy claro que alguien ha cometido tal o cual delito, que vaya pagando ya por lo que ha hecho, porque tiempo habrá de que se le juzgue en el futuro”.

La prisión provisional sólo se justifica si compensa, como medida excepcionalísima, para garantizar la presencia futura del sujeto ante el tribunal que habrá de juzgarle, es decir, cuando se aprecia un verdadero y no inventado riesgo de fuga. Se justifica también si, por la notoria peligrosidad del individuo, sólo acordándola se evita la comisión de nuevas acciones criminales. Y en tercer lugar, se justifica si con la libertad del sujeto se arriesga la integridad de los elementos de prueba que se necesitarán en su enjuiciamiento.

En estos casos se busca, respectivamente, el aseguramiento de la presencia del individuo ante el tribunal, la seguridad de los ciudadanos protegiéndoles de posibles ataques de un individuo peligroso, y la integridad de los elementos de prueba precisos para su correcto enjuiciamiento. Sólo en estos casos compensa privarle de libertad anticipadamente, o sea, antes de una hipotética condena futura.

Sin embargo, cuando se trata de delitos económicos donde la prevaricación o el soborno de funcionarios es la pieza angular de la acción, la práctica de la prisión provisional está empezando a inclinarse hacia su instrumentalización para dar sobre la marcha, sin esperar el debido juicio justo, un escarmiento notorio que satisfaga inmediatamente las iras de la opinión pública. Pero como esto es una pura ilegalidad, la prisión así acordada suele envolverse en una apariencia de corrección por una de estas dos vías.

Cualquiera sabe que en esa clase de delitos económicos el riesgo de fuga es prácticamente inexistente

La primera envoltura consiste en usar una razón legal pero falsa: invocar que hay riesgo de fuga en el sujeto, porque puede sustraerse a la acción de la justicia. Sin embargo, cualquiera sabe que en esa clase de delitos económicos el riesgo de fuga es prácticamente inexistente. No sólo porque son individuos públicamente conocidos, identificados y de fácil localización, sino porque la complejidad de las acciones investigadas en estos delitos exige examinar numerosos expedientes, con miles de documentos, y un permanente contacto entre el denunciado y su abogado, para el análisis de ese ingente material documental en la preparación de una debida defensa. Esto por sí mismo suprime cualquier tentación de fuga que dejaría al denunciado sin la asistencia de su letrado, imprescindible para la defensa.

Además se trata normalmente de personas que no viven en las catacumbas del submundo del crimen, sino en la superficie visible del mundo normal, donde desempeñan trabajos plenamente integrados en la vida oficial y económica. He conocido atracadores, asesinos y traficantes de drogas que han desaparecido en cuanto han tenido oportunidad de fugarse (alguno incluso huyendo esposado desde las dependencias judiciales). Pero no conozco a ningún hombre público, concejal, funcionario, empresario, o persona de vida social normalizada, que implicado en un proceso de corrupción haya escapado para ocultarse en algún lugar recóndito, perdiendo de paso toda relación con su letrado.

La segunda envoltura consiste en usar una razón falsa y además ilegal: la invocación de la muy socorrida “alarma social”. Expresión que no existe en nuestra ley procesal penal, y que no figura entre los criterios que justifican la prisión provisional. Pero que se usa continuamente.

Pues bien: si con ella se quiere indicar que la libertad del sujeto desencadenará el pánico, un miedo generalizado en los ciudadanos, cuando vean al denunciado por corrupción económica deambular libremente por la calle, dígase claramente que la prisión se acuerda por la atemorizante peligrosidad del sujeto y por la imaginaria probabilidad de que ataque a alguien. Dígase que la alarma social se produce porque su libertad causa desasosiego y miedo en las personas. Aunque yo no veo, sinceramente, que se pueda razonar tal cosa con relación a funcionarios que cobran sobornos o conceden licencias ilegales, o con relación a contratistas o concesionarios administrativos que pagan mordidas. ¿De verdad cree el lector que estos individuos al caminar por la calle aterrorizan al vecindario?

Si lo que se quiere indicar con la socorrida “alarma social” no es un estado de pánico general o de miedo, sino de irritación o indignación popular, dígase así con estas palabras, sin eufemismos ni envolturas expresivas de disimulo. Pero me temo que estas razones no pueden utilizarse en Derecho porque la indignación, por justificada que sea, nunca permite directamente privar a nadie de su libertad antes de ser juzgado. En el juicio será donde se valore su conducta con arreglo a la ley y no en los medios de comunicación, por mucho que reflejen un estado de irritación social.

Y todavía es peor que la indignación considerada con el eufemismo de “alarma social” no sea la de los ciudadanos contra el denunciado, sino la que pueda inspirar una crítica, siempre posible, dirigida contra el servidor de la justicia que se atreve, cumpliendo con la ley, a acordar la libertad de quien no tiene porqué esperar al juicio encerrado en una prisión. Cuando esto sucede, la única alarma social que de verdad se origina es la que provoca quien, obligado a  servir a la Justicia, y a aplicar correctamente la Ley, antepone al cumplimiento de su deber la preocupación por su propia imagen y por su tranquilidad personal.

Pero quien no sea capaz de resistir esta tensión mejor será que abandone la dignísima y secularmente maltratada función judicial, porque los jueces no deben estar pendientes de lo que se diga de ellos. Han de atender a su conciencia y han de aplicar con corrección, objetividad e imparcialidad, el ordenamiento jurídico.

Afortunadamente esto es lo que sucede en la práctica totalidad de los casos. Pero empiezan a detectarse pequeñas desviaciones que, si no se atajan a tiempo, pueden convertirse en un verdadero problema para la seguridad jurídica de todos.

Sí esto llega algún día a extenderse, es decir a convertirse en una práctica generalizada, entonces se desencadenará una verdadera “alarma social”. Y esta alarma social sí será en ese caso una alarma verdadera. No una alarma inventada.


Adolfo Prego de Oliver Tolivar es abogado. Magistrado excedente del Tribunal Supremo.