Las rentas obtenidas por la cesión de derechos de imagen se imputan en el IRPF según un régimen especial cuyas disposiciones son exhaustivas y farragosas (artículo 92 de la Ley del Impuesto). La vocación de dicho régimen es extensiva y universal, esto es, sus preceptos obligan a todos los profesionales y artistas que cedan su “marca” con fines publicitarios. Si aquí vamos a referirnos exclusivamente a los contados futbolistas del más alto nivel es –casi huelga decirlo- porque dichos astros del balompié son los reyes del mambo.

Son los amos del espectáculo de masas que maneja el tráfico más caudaloso de dinero en esta España antiguamente conocida por ser tierra de hidalgos, conquistadores y santos. Los dineros del fútbol son un lubricante que engrasa los motores de muchas entidades, públicas y privadas, de nuestro país. Pero todo el circuito que recorre ese dinero sería una quimera sin la mina de oro de la que salen los cracks del deporte que en España regalan propinas a los colegas inferiores que, como aquellos, practican el lema “citius, altius, fortius”.

Antes de continuar, debo referirme a la intervención en este asunto de los clubes con los que los futbolistas mantienen la relación laboral. Estas empresas son una pieza clave en la regulación legal de la cesión de los derechos de imagen. Sin embargo, no las mencionaré aquí en aras de la claridad necesaria para que se entienda bien lo que quiero exponer, sin que por ello –espero- los argumentos de este artículo pierdan el mínimo de consistencia requerido.

¿Por qué algunas estrellas del balompié se muestran remisas al cumplimento del artículo 92?

Asimismo, no podemos olvidar los beneficios fiscales que, para muchos futbolistas, ha supuesto en el pasado su opción por el también régimen especial aplicable a los trabajadores desplazados a territorio español. Sin embargo, a dicho régimen el paso del tiempo le ha despojado de gran parte de su atractivo y, además, a los deportistas profesionales les está vedada esta alternativa desde el 1 de enero de 2015.

¿Por qué algunas estrellas del balompié se muestran remisas al cumplimiento espontáneo de los mandatos del artículo 92 de la Ley del IRPF? La respuesta se halla en el elevado coste fiscal del sometimiento a la Ley. La norma obliga a la imputación de los rendimientos en la base imponible por el concepto de renta general. Lo que significa su exacción aplicando la escala ordinaria del Impuesto, siendo gravados los derechos de imagen al tipo marginal máximo.

Por tanto, algunos no resisten la tentación de ceder la gestión de sus derechos de imagen a una sociedad extranjera por un precio simbólico, que a su vez los vende a las empresas (fabricantes de cosméticos, ropa de lujo o automóviles) que promocionan sus productos utilizando al deportista como reclamo publicitario. La sociedad a la que el delantero de postín cede sus derechos de imagen (aunque este esquema es demasiado sencillo, pues generalmente consiste en una trama con múltiples derivaciones) pertenece al ámbito patrimonial del mismo jugador. La trama societaria no desarrolla ninguna actividad económica propia. Simplemente explota los derechos de imagen y cobra los ingresos derivados de la publicidad.

El lucro fiscal alcanza su máximo cuando la sociedad que gestiona los derechos de imagen está domiciliada en un paraíso fiscal

El lucro fiscal que proporciona este sistema operativo es fácil de intuir. Gracias a él se traspasan rentas de una persona física (sujetas a un impuesto de naturaleza progresiva y con tipos de gravamen elevados) a una persona jurídica (sujeta a un impuesto –el de Sociedades- con tipos proporcionales y más reducidos). Y se “deslocalizan” las rentas, situándolas fuera de la jurisdicción del territorio en el que reside el as del balompié. Naturalmente, el lucro fiscal alcanza su máximo cuando la sociedad que gestiona los derechos de imagen está domiciliada en un paraíso fiscal, en el que, además de gozar de opacidad, su contribución será mínima (y probablemente exagero).

Aunque en este caso el jugador asume un riesgo superior si, por las razones que fueran, es pillado con las manos en la masa por las autoridades del Estado de su residencia. Ya no se tratará “sólo” de unas rentas objetivamente no declaradas. Sino que, además, existirá un indicio racional de criminalidad, manifestado por la exhibición de un elemento, subjetivo e intencional, cual es la voluntad de ocultación. El futbolista habrá abandonado el campo de los ilícitos administrativos para adentrarse en el terreno del Derecho Penal y en la posible comisión de uno o varios delitos contra la Hacienda Pública.

Finalizo con unas sencillas observaciones sociológicas. Hasta ahora, los futbolistas condenados en España por un delito fiscal no han recibido la mancha del desprecio por parte de los aficionados y socios del club en el que juegan. Más bien ha sucedido todo lo contrario. Si comparamos esta reacción psicológica con el reproche social inferido a políticos o financieros condenados también por delito fiscal, las diferencias en la opinión pública chirrían.

Personalmente, no me extraña demasiado porque no son situaciones homologables. Un futbolista de alto nivel es una persona excepcional según los baremos sociales imperantes, es un mito, un triunfador al que admira la afición a la que tantas alegrías ha regalado y, por si todo esto fuera poco, derrama mucha riqueza a su alrededor.

Los delitos fiscales cometidos por un político o un financiero son las consecuencias de último orden de unos tipejos ineptos

Nada más justo que llegue al Olimpo de la fama y la publicidad, y que disfrute de los créditos ganados en el estadio forrándose los bolsillos. Si no ha sido completamente sincero con la Hacienda Pública, habrá incurrido en un desliz aislado y venial que los forofos, si no lo han hecho ya, olvidarán después de su primer golazo por la escuadra en la portería del máximo rival del equipo.

Mientras que, por el contrario, los delitos fiscales cometidos por un político o un financiero son las consecuencias de último orden de unos tipejos ineptos y vulgares cuya única habilidad –circunstancial y debida al cargo que ilegítimamente han desempeñado por el favor de terceros- es su adiestramiento en la corrupción y en el robo de los bienes ajenos.
Vale. Pero nadie podrá negar que un condenado por delito fiscal es un mal ciudadano. Y que de esta pésima condición social no debería redimirse, como si fuera una pamplina, el futbolista que encandila a la afición metiendo goles con la misma facilidad (o dificultad) que las personas que trabajan en otros menesteres de forma completamente responsable y eficaz y que, además, no se mofan de las leyes tributarias.

¿Vive el fútbol por encima de los valores de una sociedad que aspira a la dignidad y la cultura? ¿Tiene futuro una democracia en la que la ciudadanía es un valor de segundo rango? ¿Es justa una organización social que ante todo satisface la demanda de panem et circenses? Abro los periódicos y tanto en las páginas pares como en las impares compruebo que menudean las declaraciones de individuos muy sesudos y razonables que quieren levantar un dique de contención para frenar la reciente ola de populismo que nos invade. ¡Oh, populismo inmemorial! ¡Cuántas aberraciones cometen los que, negando tu nombre, son tus apóstoles sin carnet!