A mediados de los años 60 Umberto Eco provocó un intenso debate sobre la cultura de masas con su libro Apocalípticos e integrados. Los integrados ganaron la partida porque la cultura de masas acabó por imponerse y ahora no se entiende la producción intelectual sin su vertiente marketiniana. El éxito o el fracaso se miden en audiencias, seguidores, likes y, como consecuencia, ventas y beneficios.
La política ha adoptado los mismos canales de difusión (televisión, redes sociales, etc.) y clichés que la cultura de masas. La masificación ha llevado a la vulgarización y ha favorecido el crecimiento del populismo.
Hoy también podría decirse que existen dos corrientes de pensamiento. Los que opinan que estamos ante el inevitable asalto al poder de los partidos antisistema y los que pensamos que lo que ha ocurrido en los últimos tiempos no es más que un aviso de los ciudadanos a los viejos partidos, a la política hecha de espaldas a la calle. Es decir, los que creemos que todavía se puede reaccionar.
Los primeros, los neoapocalípticos, tienen buenos argumentos a su favor: la victoria de Donald Trump, el brexit, el fracaso del referéndum impulsado por Matteo Renzi en Italia, el irresistible ascenso de Marine Le Pen, etc. En España se fijan en el posible sorpasso de Podemos al PSOE.
Lo que se está midiendo, en realidad, es la capacidad del sistema (el capitalismo de Estado y democrático) para regenerarse. La irrupción de la socialdemocracia al terminar la Segunda Guerra Mundial no llevó a la derrota del capitalismo, sino a su mutación, al incorporar postulados tradicionales de la izquierda: seguridad social, educación y sanidad pública, etc. El estado de bienestar ha pasado de ser una bandera propia de la socialdemocracia a formar parte acervo de los grandes partidos europeos.
El centro derecha (tanto en Francia como en Alemania y España) han ganado las elecciones sobre la base de que sus medidas económicas (el crecimiento sostenido y el control del déficit público) son la mejor garantía para mantener ese estado de bienestar, no defendiendo su desmantelamiento.
El populismo sólo puede ganar sobre la base de una profunda quiebra social. Estamos muy lejos de ese escenario
El populismo de derechas echa sus raíces en el miedo: miedo a que los extranjeros quiten puestos de trabajo a los nacionales; miedo al terrorismo yihadista; miedo a la pérdida de identidad cultural. Por ello, el populismo de derechas lleva inexorablemente al nacionalismo, al euroescepticismo. El populismo de izquierdas (Podemos, Syriza, etc) se alimenta de la crisis económica, de la desigualdad y de la corrupción. El capitalismo, para esos partidos, deviene en el gran satán, en el verdadero y único responsable de la pobreza y de las guerras. Desgraciadamente para Podemos, Alexis Tsipras ganó las elecciones en Grecia y la única forma que tuvo de mantenerse en el poder fue traicionar sus promesas, como la salida del euro, y la adopción de políticas económicas realistas.
También para desgracia de Podemos, el PSOE (al contrario de lo que le sucedió al PASOK) no se ha hundido y las medidas aplicadas por el PP están dando resultados, tangibles en el crecimiento y la recuperación del empleo.
El margen de maniobra de los apocalípticos crece en relación directa a la incapacidad de los grandes partidos para dar respuesta a las necesidades de los ciudadanos. 2017 es un año clave para determinar quién ganará ese pulso en España y en Europa. El populismo (eso es una constante histórica) sólo puede ganar sobre la base de una profunda quiebra social. Por el momento, estamos muy lejos de ese escenario.
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