Susana Díaz deshoja la margarita mientras que el PSOE se desangra. No le gustan las primarias, quiere ser aclamada, aparecer como única candidata, como salvadora. Quiere, en definitiva, repetir la operación de Andalucía, que la aupó a la cúpula del partido y, consecuentemente, a la presidencia de la Junta de Andalucía, donde ejerce su poder con arrogante comodidad.

Su defensor más entusiasta es Rodríguez Zapatero, quien lleva empujándola desde hace más de un año para que lidere el PSOE. El ex presidente del Gobierno nunca se sintió cómodo con Pedro Sánchez; menos aún desde que cuestionó la decisión de su Gobierno de impulsar una reforma constitucional para limitar el déficit público.

Zapatero ha hecho todo lo posible para descabalgar a Sánchez, y Díaz no ha desaprovechado la ocasión para devolverle, con gestos y homenajes, el favor de su ferviente apoyo.

Felipe González se mueve en la distancia. No ha dicho ni que sí ni que no. Sus amigos, Chaves y Griñán, que probablemente este año se sentarán en el banquillo por los ERE, no tienen precisamente buena opinión de la presidenta andaluza. El carismático ex presidente la ve demasiado ambiciosa y un poco falta de sustancia política.

Por tanto, no hará nada contra ella, pero tampoco le hará el favor de señalarla con el dedo como la mejor solución para el PSOE.

Alfredo Pérez Rubalcaba, que nunca ha dejado de mover sus influencias (y el hecho de haberse incorporado al consejo editorial de El País no es un tema menor), tampoco bebe los vientos por la líder andaluza. Apoyó abiertamente a su contrincante (Carmen Chacón) en el Congreso de Sevilla, que estuvo a punto de perder, y tampoco ve en ella un referente ideológico incuestionable para los tiempos que corren. El ex ministro del Interior no deja de susurrarle al oído a Patxi López para que se decida, ofreciéndose al partido como una alternativa de conciliación.

¿Y los barones? Los barones juegan siempre a dos cartas: la que les interesa en los equilibrios de poder internos del partido, y otra, en clave puramente electoral. A veces coinciden, a veces no. Por tanto, el apoyo de los barones a Díaz es móvil, más acentuado en unos (Fernández Vara), que en otros (Lambán o Puig).

Algunos socialistas acusan a Javier Fernández de ser un peón al servicio de los intereses de Susana Díaz

Todo sería más fácil, no habría más remedio que apoyarla, si Sánchez se rinde y no se presenta a las primarias. Sus adversarios, aunque le desprecien, le temen. Ninguno de los líderes con mando en plaza quiere ver cómo su militancia se decide por el hombre al que su jefe natural ha contribuido a cortar la cabeza. Por eso algunos se desviven por que no haya más que un candidato.

La paz en el PSOE sólo llegará de la mano del consenso. Alguien que no haya participado en la guerra fratricida, o bien alguien fruto de un pacto, ahora impensable, entre pedristas y susanistas.

A la unidad debería colaborar la Comisión Gestora, elegida tras el traumático Comité Federal del pasado 1 de octubre. Javier Fernández es hombre sensato y, probablemente, una de las mejores cabezas del PSOE actual. Sin embargo, la posición de la Gestora no parece precisamente imparcial. El presidente asturiano debería darse cuenta de que la mayoría de la militancia y muchos votantes socialistas están viendo su labor como la de un peón al servicio de los intereses de Díaz.

En la preparación del Congreso y las primarias, la Gestora tiene que mantener una actitud de exquisita neutralidad. A día de hoy, no parece que eso sea lo que está sucediendo, sino más bien lo contrario.

La forma en la que el PSOE resuelva su situación interna va a condicionar la vida política española durante mucho tiempo. Un PSOE fuerte, con un líder sólido, es fundamental para evitar que los votantes de izquierda no tengan más remedio que refugiarse en el populismo de Podemos.

Si, al final, la crisis se salda como consecuencia de una operación conspirativa, al margen de la democracia interna y con el árbitro (la Gestora) a favor, el PSOE no podrá soportar el vendaval que se le avecina.