En 1977 me licencié en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. En aquella época un pipiolo en el arte jurídico, si se esforzaba, era medianamente listo y tenía algo de fortuna, podía comer de su oficio no mucho después de enmarcar su título profesional.

Incluso, para los jóvenes más brillantes, no era ninguna quimera su visión de un horizonte  abierto a sus aptitudes personales, y tampoco era una ilusión onírica entrenarse para ganar el tour en el que, con el paso del tiempo, competirían los juristas más destacados de su generación.

España no se libró de las dos crisis petroleras de los setenta y, por razones de todos conocidas, era la campeona mundial de la incertidumbre política. Pero tenía en su haber un sector público que exigía más funcionarios de buen nivel, un sistema universitario que apenas había iniciado el camino de su masificación posterior y un mercado de trabajo que, a pesar de todos los pesares, quería ser más dinámico y romper todas las ataduras que le ciñó el franquismo.

Los setenta del siglo pasado no fueron años de leche y miel, no se crean. Pero insinuaban una sonrisa amable a las clases medias. Al menos eso pensaba, en el interior de la pujante “middle class” española, la legión de licenciados en Derecho de un país, el nuestro, en el que el respeto a la tradición demanda casi más abogados que bares y restaurantes.

En el año 1977 existía una múltiple oferta de empleo público al alcance de las posibilidades, capacidad y mérito de cada opositor. Un novato en la técnica jurídica, si su peculio familiar se lo permitía, podía calentar su asiento y usar coderas para ser juez, diplomático o registrador de la propiedad. Si el dinero, el tiempo o las fuerzas flaqueaban, para el novato no era ningún oprobio asegurarse una plaza de funcionario de una categoría inferior con la que conseguiría no sólo dar de comer a su familia sino también -como decía el ya fallecido e irrepetible don Jesús Gil y Gil- procurarse, pasito a pasito, un “lícito medraje”.

En el año 1977 existía una múltiple oferta de empleo público al alcance de las posibilidades, capacidad y mérito de cada opositor

Por su parte, el ejercicio privado de la abogacía era una posibilidad difícil pero no irrazonable. Además y aunque hoy nos parezca un despropósito muy lesivo para los justiciables, un recién llegado a las filas de la abogacía podía foguearse en la práctica y obtener unos ingresos complementarios alistándose en los diversos turnos de oficio. Es decir, dando satisfacción a lo que entonces se denominaba “beneficio de pobreza” y hoy se llama “justicia gratuita” (un servicio profesional que, en la actualidad, se retribuye peor y a veces con una demora escandalosa).

Cuarenta años después, en 2017, muchos licenciados en Derecho sólo comen las migajas que desprecia el rico Epulón. Las insuficiencias presupuestarias de la Administración General del Estado y de las administraciones territoriales –una especie de bomba de neutrones que pulveriza el tejido social y cuya onda expansiva debemos a la Gran Recesión iniciada en 2008-han reducido drásticamente las tasas de reposición del funcionariado, cuando no la congelación absoluta de la oferta pública de empleo.

Por otra parte, el ejercicio libre de la abogacía se ha proletarizado (o precarizado) de forma imprevista como consecuencia de la ampliación trasnacional de las fuentes normativas, del derecho a la libertad de establecimiento económico y, sobre todo, por la apertura de todas las compuertas que embalsaban la circulación del capital empresarial y financiero. La figura casi galdosiana del “abogado de barrio“ ha desaparecido (y con ella la independencia profesional del jurista) en beneficio, en el mejor de los casos para el profesional, del experto asalariado y dependiente de la jerarquía organizativa que identifica a los nuevos amos del “mercado del Derecho”: los grandes despachos de abogados, en buena medida empresas multinacionales de capital extranjero.

El ejercicio libre de la abogacía se ha proletarizado (o precarizado) de forma imprevista

Como al trabajo se viene llorado de casa, el día a día nos impele a huir como de la peste de la nostalgia de un pasado profesional que, bueno, malo o mediopensionista, nunca regresará. Sin embargo, este baño de realismo no debe conducirnos a la indiferencia acrítica respecto a las severas condiciones de acceso al ejercicio de la abogacía que el Estado, de un tiempo a esta parte, viene imponiendo a los jóvenes licenciados o graduados.

No voy a negar que las recientes obligaciones legales para ejercer la abogacía garantizan de forma más eficaz, a favor de los clientes, el derecho fundamental a la defensa jurídica. Pero tampoco se debe obviar que esas dificultades de acceso (cursos especializados y examen de habilitación) siguen la lógica mercantil de los grandes despachos. Éstos pueden elegir a los soldados más diestros del gran ejército de reserva de personal jurídico movilizado a su favor, compensando sus servicios profesionales con una paga a veces más ajustada al desempeño de oficios que producen un valor añadido muy inferior al de un buen abogado. Con la particularidad adicional, por si fuera poco, de que las expectativas de un futuro profesional más risueño suelen ser, en la actualidad, un espejismo, un evanescente humo de pajas.

La ya frágil situación del pipiolo jurídico puede debilitarse todavía más si en el desaguisado que acabo de relatar mete su cucharón la Hacienda Pública. Lo vamos a comprobar enseguida. Los gastos satisfechos para cursar un máster de acceso a la abogacía (imprescindible para, a continuación, presentarse y aprobar el examen final que abre las puertas al oficio de abogado) están inextricablemente relacionados con los ingresos obtenidos por el ejercicio de dicha profesión.

Las expectativas de un futuro profesional más risueño suelen ser, en la actualidad, un espejismo, un evanescente humo de pajas.

La realización del máster es un requisito previo, obligatorio e ineludible si un licenciado en Derecho desea trabajar en un bufete de abogados. Por consiguiente y en buena ley, los gastos unidos a la finalidad de cumplir el citado requisito legal son deducibles de los rendimientos íntegros (profesionales) en el Impuesto sobre la Renta. Sin embargo, todos sabemos que, a la hora de barrer para casa (una hora que se llama “siempre”), la Administración Tributaria suele comportarse de una manera más formalista y jesuítica que el padre Astete. Hacienda, que debería servir con objetividad el interés general, tiene, por el contrario, la manía egoísta de considerar las normas tributarias como un catecismo sobre el que tiene el monopolio de la ortodoxia doctrinal.

Pues bien, retorciendo a su gusto diversos preceptos reglamentarios, la Dirección General de Tributos (Consulta Vinculante V2587-16) ha hecho un alarde califal de formalismo y jesuitismo con el que, bien mezclados los dos ingredientes, despacha la inapelable conclusión de que el coste económico del máster –que nunca es barato- no es deducible en el Impuesto sobre la Renta. Poniendo el énfasis en conceptos como la fecha del “devengo” de la operación, el “alta censal” (que ha de producirse antes del comienzo de la actividad) y asimismo subrayando la definición reglamentaria del expresado “inicio” profesional, la Dirección General de Tributos da jaque mate a los “doctorandos”. La Dirección aparta de su camino la evidente correlación que anuda el gasto profesional obligatorio (el coste del máster) con los ingresos –o, al menos, su expectativa- del abogado en ciernes, una vez concluido el máster y obtenida, mediante el oportuno examen, la habilitación final para ejercer la profesión.

Sólo los que se miran continuamente el ombligo son capaces de exigir a un labrador los impuestos a la venta de la cosecha y olvidarse de los gastos de las semillas

¿No resulta incongruente que el Estado obligue a un individuo a efectuar un curso (pagando el coste de su bolsillo) directamente vinculado al desarrollo de una profesión que rendirá beneficios a la Hacienda Pública, al mismo tiempo que introduce un hiato temporal entre el máster obligatorio y la profesión, una cesura que impide la deducibilidad fiscal de un gasto exigido por el propio Estado? ¿No resulta demasiado exótico el rechazo de la deducción al someter la causa del gasto -la realización del máster- a una condición reglamentaria de cumplimiento imposible en este caso, cual es su asignación temporal a un lapso posterior a la declaración de alta censal? Sólo los rábulas tienen la audacia necesaria para desafiar los criterios de interpretación sistemática de las leyes que contiene el artículo 3 del Código Civil.

Sólo los que se miran continuamente el ombligo son capaces de exigir a un labrador los impuestos correspondientes a la venta de la cosecha y olvidarse de los gastos destinados a comprar las semillas, los abonos y -según la opinión de esos inquisidores ensimismados- las demás zarandajas que, en una actividad económica, debe soportar, lo quiera o no, el contribuyente.