Vivimos tiempos de exaltación de un derecho penal máximo y expansivo. La inmensa mayoría de la población y la práctica totalidad de las voces autorizadas de las asociaciones de jueces y fiscales comparten el entusiasmo general por el desarrollo de investigaciones penales retransmitidas y generalizadas que se convierten en noticia escandalosa y que inmediatamente es sustituida por otra similar, en una espiral creciente e interminable.

La presión derivada del apoyo unánime y general a esas investigaciones es tal que cualquier posición crítica que pretenda poner límite y rigor a este aquelarre del "todos a la cárcel", que vivimos y crece sin freno día a día, es inmediatamente descalificada como intento de cercenar la actividad heroica de los luchadores contra la corrupción y, en último término, como complicidad con los corruptos consistente en querer tapar u ocultar sus fechorías.

Así es. Hoy en España quien formule alguna respetuosa crítica sobre la actuación de los policías, jueces y fiscales protagonistas y creadores de los denominados macroprocesos corre el riesgo de ser inmediatamente tachado de filo-corrupto, defensor o cómplice de quienes amasan fortunas robando dinero público y escondiéndolo en paraísos fiscales. Asumo el riesgo de la descalificación, pero alguien tiene que decir que el rey va desnudo.

Conforme a mi experiencia diaria y a salvo del respeto a quienes trabajan en el juzgado penal, desde el agente hasta el magistrado, los denominados macroprocesos constituyen una expresión patológica del proceso penal, un modo desviado y enfermizo de enjuiciar al ciudadano, una permanente y extendida mala praxis que desconoce principios jurídicos elementales y provoca una auténtica masacre de derechos civiles, causando daños y perjuicios irreparables a personas, familias y haciendas.

La presión derivada del apoyo unánime a ciertas investigaciones es tal que cualquier posición crítica que pretenda poner límite y rigor es descalificada

El macroproceso suele originarse a partir de una investigación prospectiva que recuerda al Fiscal-Juez Vichinsky ("Dadme un hombre y encontraré el crimen"), se extiende a cientos de imputados inventando delitos que evocan el artículo 58 del Código Penal soviético que castigaba a quienes tuvieran relación con el culpable "por no informar oportunamente" y culmina con un juicio en el que la principal preocupación del tribunal es evitar que la ciudadanía pueda llegar a conocer el disparate que ha llevado a aquel pelotón de políticos y empresarios de segunda fila al banquillo.

La representación mental de cómo pudo haber tenido lugar una operación financiera, en la mente de un funcionario policial que nunca ha asistido a un consejo de administración, digiriendo la ingente documentación incautada en un registro o en el disco duro del ordenador de una empresa o un departamento oficial, da lugar a un relato de hechos que en su mayor parte es pura elucubración, pero que pasa a ser la verdad de lo ocurrido cuando los medios de comunicación proclaman el contenido de la imputación como si fueran los hechos probados de la sentencia.

Que aquella inicial elucubración tenida por hecho cierto y comprobado por millones de personas sea el resultado de la investigación es el propósito de quienes son responsables del proceso. Y ello por la sencilla y elemental razón de que ninguno de ellos quiere aparecer públicamente, ser tenido por sus familiares, amigos y convecinos como uno de los que tapó o dio carpetazo a aquellos horribles delitos que investigaba. Si después de que todo el mundo tiene por cierto lo que han hecho los acusados de los ERE o los de la operación Lezo un juez o un fiscal dijeran que las iniciales hipótesis no se han constatado, es obvio que todo el mundo pensaría que ese juez o fiscal es un corrupto que ha tapado a los corruptos. Me pregunto si los jueces que juzgan esos casos son verdaderamente independientes o se enfrentan al difícil dilema de decir lo que hay que decir o ser tenidos por venales.

Vivimos un golpe de estado difuso que excepciona derechos fundamentales de los ciudadanos que entran en un juzgado de instrucción en aras del bien de la sociedad y, como en tantas ocasiones anteriores de nuestra historia, cuentan su líderes difusos también con el aplauso de la grandes masas y el apoyo incondicional de la opinión general, que los considera y los vitorea como nuestros salvadores.


 

José María Calero Martínez es abogado.