Jueces y abogados andan estos días a la gresca por un asunto muy espinoso que, por razones distintas para cada uno, les afecta a ambos a pesar de que el ganador del combate que enfrenta a los togados –y que por ahora discurre a favor de los magistrados- será un tercero en discordia. Eso sí, el espectador interesado que observa los puñetazos de los dos púgiles es un tercero de primera división que sólo con su nombre infunde temor a los que no tienen más remedio que relacionarse con él, que somos todos los ciudadanos. Sí, lo han adivinado, el nombre de ese voyeur es el de Agencia Estatal de Administración Tributaria. Paso a ponerles en antecedentes.

La Agencia Tributaria va a efectuar un peinado masivo e indiscriminado de las intervenciones procesales de los abogados y procuradores de los tribunales españoles, naturalmente como primer paso dirigido a determinar los rendimientos oportunos y comprobar si han sido o no correctamente declarados por aquéllos en los tributos que les afectan. Previamente (en el mes de julio), la Agencia ha obtenido la autorización y la confirmación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sobre la acomodación a Derecho de su proceder. En definitiva, el CGPJ obliga a los juzgados y tribunales a facilitar a la Administración tributaria determinados datos de “cada” abogado y procurador relativos a los procedimientos judiciales correspondientes a los años 2014, 2015 y 2016. La expresada autorización del Poder Judicial ha levantado chispas entre la Abogacía, como señalaba al comienzo del artículo.

La información que requiere la Agencia Tributaria es exhaustiva, pero el CGPJ no le permite –es su única negativa- conocer la identidad de los clientes (lo que, lógicamente, restará eficacia a las posteriores comprobaciones de la Agencia, por ejemplo dificultando los cruces de datos). En cualquier caso, resulta sorprendente esa indagación universal sobre dos sectores profesionales. Se va a instruir una verdadera causa general echando mano de la teoría del decisionismo jurídico y bajo el lema militar del “ordeno y mando”. La Agencia, prescindiendo de toda motivación particular, justifica su actuación en la socorrida “trascendencia tributaria” de la información que solicita. Todo muy raro. Por no hablar de la carga de trabajo añadida a un servicio público –la Administración de Justicia- que no se caracteriza precisamente por llevar sus asuntos al día. Según el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE), el acuerdo del Poder Judicial que avala las actuaciones de la Hacienda Pública afectará a casi 23 millones de procedimientos judiciales.

Cristóbal Montoro vuelve a proyectar sobre los contribuyentes la imagen de sí mismo que más le gusta: la de un personaje enorme y desproporcionado. ¿Pero se ajusta a Derecho esta causa general abierta por la Agencia Tributaria? En un comunicado que ha visto la luz el 5 de septiembre, el CGAE denuncia su supuesta ilegalidad, afirmando que la autorización del Poder Judicial está fuera del “marco normativo” de nuestro país. En mi opinión, aquí hay que bailar la canción de moda y argumentar “despasito”.

Montoro quiere proyectar la imagen de sí mismo que más le gusta: un personaje enorme

Literalmente, el artículo 94.3 de la Ley General Tributaria (LGT) habilita en principio a la Agencia para requerir la colaboración antes expresada por parte de la Justicia. Dicho precepto (que no se cita en el comunicado de la Abogacía) dice que “los juzgados y tribunales deberán facilitar a la Administración tributaria, de oficio o a requerimiento de la misma, cuantos datos con trascendencia tributaria se desprendan de las actuaciones judiciales de las que conozcan, respetando, en todo caso, el secreto de las diligencias sumariales”.

Por otro lado, la Abogacía Española se arroga facultades paranormales al afirmar temerariamente que “los abogados españoles cumplen escrupulosamente con sus obligaciones fiscales”. Este presupuesto de hecho tan contundente (a mi juicio fantasmagórico) convierte la intimación de la Agencia Tributaria, en opinión de la Abogacía, en una exigencia de colaboración redundante e innecesaria, trasladando a la sociedad un estado de sospecha injusta y generalizada contra los letrados, inadmisible según el CGAE. Ahora bien, ¿cómo sabe dicha organización colegial la obediencia irrestricta a sus escrúpulos legales y morales que practican los abogados españoles?  ¿Se lo ha revelado a su Consejo el pajarito de Chávez o es más bien otro ejemplo patrio de corporativismo gremial?

En este punto los abogados se encuentran condicionados por la identidad de sus patrocinados. Si el cliente ejerce una actividad económica, deducirá en su imposición personal los honorarios de su abogado e igualmente, en las liquidaciones del IVA, las cuotas soportadas por los servicios profesionales de sus juristas. En estos casos se comprende perfectamente, como sostiene el CGAE, que el abogado sienta los aludidos escrúpulos y cumpla las normas fiscales. Otra cosa sucederá cuando el cliente sea un simple particular, un mero consumidor final del servicio jurídico. Salvo excepciones, ese cliente no podrá deducir el gasto profesional en su IRPF y, desde luego, se comerá con patatas fritas las eventuales cuotas de IVA que le pueda repercutir su abogado. Por tanto, aquí los escrúpulos pasan de mortales a simplemente veniales. Aprovecho esta cuestión para manifestar las insuficiencias del requerimiento de la Agencia Tributaria. La actuación de esta última sólo persigue la verdad en los servicios procesales. Queda fuera de su ámbito la información sobre los asuntos extraprocesales. Si los destinatarios de los informes o consultas verbales encargados a un letrado tienen la consideración de consumidores finales, no es demasiado probable, como ya comenté más arriba, que soliciten de su abogado una factura en regla.

La validez del requerimiento de la Agencia Tributaria suscita dudas legítimas

Sin embargo, y al margen de los “escrúpulos” aducidos por la Abogacía Española, la validez del requerimiento de la Agencia Tributaria y la autorización previa efectuada por el Poder Judicial suscitan dudas legítimas. La Abogacía se ha quejado, en este caso con razón, de que la exigencia de información a los jueces y tribunales sobre los abogados y procuradores intervinientes en las causas procesales no da ninguna explicación sobre la necesidad o al menos la conveniencia de su alcance masivo, en proporción a la protección del interés general al que sirve la Administración tributaria, vinculado al deber constitucional de contribuir a la Hacienda Pública. A estos efectos, la Agencia sólo alude de forma estereotipada a una trillada cláusula de estilo en sus requerimientos de colaboración. Esa cláusula tantas veces repetida dice que los datos que solicita la Agencia tienen, en relación con las actuaciones administrativas de investigación y comprobación, la trascendencia tributaria que menciona la LGT en los preceptos que regulan la colaboración social en la aplicación de los tributos.

Es cierto que dicha Ley pasa de puntillas sobre la imprescindible motivación de los actos de la Administración tributaria, incluidos los requerimientos de información. Pero dicho laconismo  –o, mejor, silencio- no ampara la arbitrariedad o el abuso de Derecho por los poderes públicos tributarios. La propia LGT (artículo 7.2) declara que “tendrán carácter supletorio [como fuentes del ordenamiento tributario] las disposiciones generales del derecho administrativo y los preceptos del derecho común”. Pues bien, la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (artículo 35.1.i) obliga a las Administraciones a motivar los actos que dicten en el ejercicio de potestades discrecionales.

Creo que la Abogacía Española, ante una actuación administrativa con miles de afectados, lleva razón al quejarse de la ausencia palmaria de una explicación que la justifique. No parece que el ministro Montoro pueda aducir, simplemente, que hace lo que hace “porque yo lo valgo”. Quizás sea un devoto apasionado de un grupo musical de su juventud, Los Albas, unos fenómenos que cantaban “¡A lo loco, a lo loco, se vive mejor!”. No me extrañaría porque, según las demostraciones diarias que nos llegan desde el noreste del país, el poder convierte la realidad cotidiana en una fantasía zombi. La legitimación de origen del poder político no garantiza la legitimidad de su ejercicio. Aunque, comparados los dos asuntos, hay que reconocer que la posible arbitrariedad de Montoro es casi de pacotilla, algo así como los bocadillos de longaniza que un soldado de cocina saca de matute para alegrar a la novia. Lo del follón sin motivo del noreste es otra cosa.