Nuestra Constitución cumple hoy 39 años y algunos la miran ya como si fuera una anciana a punto del óbito. Los hay que reconocen su valor como marco de convivencia que ha procurado a España los mejores años de los últimos dos siglos, pero que la encuentran necesitada de una revisión en profundidad. Otros cuestionan incluso su legado y la enmarcan en el contexto de un pacto contra natura entre los demócratas acobardados y los franquistas sin Franco. Hay quien decididamente rechaza todo cambio por miedo a que el remedio sea peor que la enfermedad.
Lo que es evidente es que reformar la Constitución no figura entre las preocupaciones de la mayoría de los españoles y que el debate se circunscribe, por el momento, a las élites políticas e intelectuales. La gente, el pueblo, no ve que una reforma constitucional vaya a mejorar sus vidas. Lo cual no quiere decir que no sea necesaria.
El PSOE, Podemos, Ciudadanos, los nacionalistas e incluso el PP, de vez en cuando, proponen una modificación del texto constitucional en mayor o menor medida. Reconocidas personalidades del mundo del derecho también están en esa línea. Recientemente, el catedrático de Derecho Constitucional Santiago Muñoz Machado ha presentado un trabajo (en el que ha participado una decena de expertos) que bajo el título Ideas para una reforma de la Constitución, aporta una serie de iniciativas sobre todo encaminadas a reconstruir el modelo territorial, que es la madre de los conflictos más importantes.
El error sería pensar que un cambio de modelo (introduciendo una Disposición Adicional, como la que fija el estatus del País Vasco y una "relación bilateral" con el Estado, como propone el trabajo antes citado) solucionaría el problema de Cataluña. Porque, se quiera o no, todas las iniciativas se van a juzgar bajo ese prisma: ¿Contentarán los cambios a los independentistas catalanes? Y, sea cual sea la propuesta, ¿provocaría un ataque de celos en el resto de las autonomías?
Aunque nadie dice que la reforma se haga pensando sólo en Cataluña, cualquier cosa que se proponga tendrá como foco de atención el modelo territorial y, sobre todo, el encaje de esa comunidad autónoma en el conjunto del Estado.
Los independentistas catalanes no se conformarán con una modificación de su estatus. Quieren la separación de España. Por ello, Cataluña, en lugar de ser un acicate, es un freno para la reforma
Si la reforma sólo tratara de dar más poder al Senado o redefinir su forma de elección; eliminar la prevalencia del hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, o la inclusión de determinados derechos sociales, la cuestión no generaría mayores problemas. Pero, no nos engañemos, todo cambio necesariamente debe abordar el modelo territorial y en ese debate las posiciones son absolutamente contradictorias.
Cuando Pedro Sánchez le arrancó al presidente del gobierno el compromiso de crear una comisión en el Congreso para plantear una reforma de la Constitución (a cambio de aceptar la aplicación del artículo 155 en Cataluña) parecía que se desbloqueaba el principal escollo para hacerla posible. Rajoy, como buen conservador, rechaza casi por principio cualquier cosa que suponga rehacer lo ya establecido. No faltan abogados del Estado a su alrededor que le disuaden de meterse en charcos innecesarios. Por no hablar de los asesores políticos que le aportan datos sobre lo reacio que es el electorado popular a dar más poder a las autonomías del que ya tienen.
La falta de convicción en la reforma del presidente quedó meridianamente clara en la última entrevista que le hizo Pedro Piqueras para Telecinco. Cuando el periodista le preguntó por su compromiso con el líder del PSOE, Rajoy se fue por las ramas diciendo que lo único a lo que se había comprometido era a hablar.
Al contrario de lo que piensa la mayoría de los líderes políticos la situación de Cataluña no sólo no ayuda a abordar una reforma que podría servir como solución, sino que es el principal motivo en el que se apoya Rajoy (es decir, el PP) para demostrar que, en estos momentos, es imposible un consenso para cambiar el modelo territorial que estableció la Constitución del 78.
Como bien recuerda en su interesante relato Victoria Prego, fue la cuestión de Cataluña y el País Vasco la que provocó las mayores disputas entre los llamados padres de la Constitución. De hecho, el PNV -liderado por Arzalluz- no votó la Carta Magna.
Los partidos independentistas catalanes (ERC, JxC y la CUP) ni siquiera se plantean el asunto. Unos piden directamente que se proclame ya la República (la CUP), y otros (ERC y JxC) pretenden una negociación bilateral con el Estado, pero no para buscar acomodo en España, sino para que la ruptura sea pactada. Ni se plantean reformar la Constitución. No está en su agenda.
Parece evidente que la salida que encontraron los partidos políticos en el 78 al modelo territorial, marcado por dos realidades diferenciales como son Cataluña y País Vasco, fue más bien una solución de compromiso, una fórmula que evitaba el conflicto abierto pero que nacía preñada de inconvenientes.
La Constitución del 78 necesita, sí, un cambio. Y lo requiere en esa parte medular que es el modelo de Estado. Pero para abordar ese espinoso asunto se necesita, de entrada, una delimitación del terreno de juego, en la que tienen que estar de acuerdo los grandes partidos, en la que es esencial el consenso de, al menos, dos tercios de la Cámara baja.
Las ideas aportadas por los juristas son en su mayoría positivas, pero son los líderes políticos los que deben llevarlas a cabo. No podemos pensar en que la reforma constitucional sera un camino de rosas, como tampoco lo fue, ni mucho menos, su elaboración. Pero lo que provocaría una frustración enorme en la ciudadanía sería comenzar a andar ese camino si una parte de los que deben coronar la cima sólo piensan en esa tarea, que será hercúlea, como una gran operación de filibusterismo.
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