El niño juega con cachorros de ángeles. El niño ríe con la risa y los secretos de las demás cosas pequeñas. El niño duerme en la luna acolchada de su sueño. Y el niño llora por monstruos hechos de calcetines, pero ignora el monstruo del mundo, que no teme la luz de las narices de los gnomos ni de las barriguitas de los muñecos, con la que se espanta ese miedo de campamento de los niños. En realidad, con el niño y el monstruo podemos explicarlo todo. Podemos incluso explicarnos a nosotros mismos. Por eso Gabriel, el dulce Gabriel, el pececito en nuestra mano que es Gabriel, nos llena y nos vacía todo, nos mueve y nos recuerda todo; por eso no hay otra cosa que Gabriel, que es todo el mundo, todo lo humano explicado como con dos muñequitos desparejados, como cuando los mismos niños, con esa sabiduría simbólica inconsciente que poseen, ponen a pelear a un vaquero contra un dinosaurio.

Todos los hijos que tenemos y todos los niños que somos y todos los padres que parieron son Gabriel. Todo el mal que tememos y vemos y sufrimos e incluso nos seduce, todo eso es el monstruo. Todo el amor que damos o no damos, o quisiéramos dar o que nos dieran, eso es Gabriel. Todo el odio que odiamos o contenemos o nos tienta o nos domina, eso es el monstruo. Necesitamos a Gabriel para quererlo universalmente. Gabriel es la forma del amor como la misma forma del abrazo. Lo amamos, colgamos pececitos como constelaciones infantiles, como caballitos de tiovivo, lo lloramos y nos mecemos en la piedad que nos despierta o nos devuelve. Es como si a través de Gabriel viéramos quirúrgicamente nuestro propio corazón latiendo, maravillados y emocionados. Mucho más si se comparte con millones de personas, que es entonces cuando ese amor resuena con un temblor de galope o de cascada.

Si hay algo más fuerte que verse embellecido, salvado o incluso perdonado por un amor universal y compartido, es sentirse limpio por el asco, el odio y la venganza hacia el monstruo

Necesitamos a Gabriel, hijo universal, bien universal, inocencia recobrada o amor puro en su bella y triste cajita de música, abierta ante nosotros como el pequeño féretro de un pajarillo. Pero también necesitamos al monstruo. Quizá necesitamos sobre todo al monstruo. El monstruo nos fascina, porque es la alegoría del mal que queremos exorcizar en nosotros. Matándolo matamos, o al menos aquietamos, nuestro propio mal, la oscura atracción que siempre ha tenido en nosotros el mal. La mitología está llena de serpientes pisadas y dragones alanceados por héroes que salvan así, de esta forma simbólica y sacrificial, a la comunidad, pero no de la amenaza real y animal del monstruo, sino de su propio mal, de su propio abismo.

El monstruo nos permite situar el mal fuera de nosotros, preciso y viscoso, señalarlo como totalmente ajeno, descendido de cielos membranosos o nacido de un repugnante huevo intruso. Si hay algo más fuerte que verse embellecido, salvado o incluso perdonado por un amor universal y compartido, es sentirse limpio por el asco, el odio y la venganza hacia el monstruo. Por eso el monstruo es un filón para los medios, que ahora son como sauces de dolor y morbo: nos otorga una especie de absolución general por nuestras particulares maldades y crueldades.

Gabriel, el pececito enjugado que es Gabriel, el ángel resbalado que es Gabriel. Él nos ha redescubierto, como una concha encontrada mil veces en la playa, la solidaridad, la compasión, la empatía, la piedad. Y también ese reverso del ser humano en el monstruo real y el monstruo simbólico, el monstruo que se lo llevó y también el monstruo que aún nos habita. El niño y el monstruo, lo mejor y lo peor del ser humano, en su muerte y en nosotros. El niño respira estrellitas en el sueño. El niño duerme con pétalos de luz para no asustarse. Nosotros seguiremos vigilando sus monstruos y los nuestros, al pie de su cama, suave nuez de mar y luna.