No hace falta una discoteca rusa, capos como Mr. Proper, dientes de balas, natachas lánguidas y putrefactas entre coca y cuchillos de matar cocodrilos. Basta con que una limpiadora te cuente que un chiquillo de catorce años, que hace novillos en una plazuela con el verano eterno en los brazos como un pescador, está alardeando por haberse sacado ese día 1400 euros, mucho más de lo que gana ella en un mes, sólo con lo que llevaba encima, un par de tabletas seguramente, el hachís como el colacao de la mañana. Basta con que, en un cumpleaños en una venta o un restaurante, con el cielo marinado del sur en los mostradores y las gafas de sol, veas que la mesa reservada a tu lado es para esos tipos que todos conocen, que todos saludan, a los que todos hacen la pelota, narcos con cara de cantaor y que van acompañados de caseteros de feria y castizos con medalla.

Oír el instante de silencio, el movimiento de abanico de los reojos y el chasquido de sus dedos cuando ése que vive de lo que todos saben llega al bar donde te estás tomando una copa. Darte cuenta de los negocios en los que no entra nadie pero nunca decaen, los que parecen sospechosos como mercerías atendidas por tatuadores. Ver a quinquis con pulsera de vigilancia en el tobillo salir de cochazos californianos para hacer recados o comprar el cupón, igual que tu tía. O a una vendedora de coquinas cubierta extraña y torcidamente de oro, como una pagoda medio derrumbada.

Eso, sin más películas. Eso que has visto y que no tiene por qué ser el dinero de mármol ni un crimen con cabeza de caballo ni el Dakar de la droga, sino que se parece más a ese ambiente de playa de los pueblos de la costa. El pícaro, el heladero, el funcionario, el chulo, el tío normal, la familia con sandía, el decente, el pijo, el bajuno, el mirón y el delincuente, sin interferirse, sin molestarte seguramente, compartiendo el sol líquido, la arena masticada y la mínima separación con la que se conforma uno en esa promiscuidad. El sur de la tortilla de camarones y el del narcotráfico. A veces no lo ves. A veces no lo distingues.

Casi más que la muerte o el dinero escandalosos, asusta no distinguir si alguien va o viene de cometer un crimen, de comprar pescado o de celebrar un bautizo

No tienes que encontrarte una saca ni un muerto ni una narcoboda más hindi que andaluza. En la tele salen vecinos apedreando a la Guardia Civil (ocurrió en Sanlúcar), persecuciones de Corrupción en Miami, tiros como ráfagas sobre Bagdad, peleas con catana cerca de donde te bajas en el autobús. Tú no lo has visto, sólo te lo han contado: cómo vigilan los helicópteros, cómo despiertan las redadas, cómo gente que parece turisteo de Doñana saca unos prismáticos en el paseo marítimo y a continuación los fardos que ha arrojado un carguero vuelan en lanchas, y cómo todo aquello no parece sino un domingo de windsurf. A lo mejor, ya digo, ni lo has visto. Pero estás en la plaza con un amigo camarero, alguien con prisa lo saluda y él te explica quién es, con distancia o respeto o envidia o asco, como si fuera más un futbolista que un trapicheador o un capo, y sientes ese poder y esa amenaza. Así es el narcotráfico en Cádiz.

Cádiz, sur de la pobreza como del mapa, tasas de paro subeuropeas, economía sumergida como un ecosistema propio de plataforma continental. Una industria que históricamente nunca existió y que, allí donde se pudo implantar casi como experimento marciano (Bahía de Cádiz, Algeciras), o bien se ha ido pudriendo como un casco de barco comido por corales, o bien no basta al ser más un decorado de película que un tejido fuerte que pueda sostener la economía. Sanlúcar, La Línea o Barbate, como una zona nuclear donde han ido muriendo la agricultura y la pesca. En Sanlúcar hay un vino duro de sal y tiza, la manzanilla, que no beben los jóvenes ni los hipsters. En Barbate (“atún y chocolate”, recuerden la película), el atún parece cada vez más la captura de un animal mitológico, como si buscaran al kraken. Queda, pues, apenas el turismo para ir comiendo del sevillano y del guiri, que aprecian al camarero con chiste o guasa casi por igual. Y, claro, la economía de frontera. El estraperlo y la droga.

En Barbate, para sobrevivir, puedes rifar cada día cuatro botellas de aceite como lágrimas de la propia y humana tierra (un caso real que salió en los medios), o dedicarte a dar portes, a echar el ojo, a conducir una goma, a cualquier oficio de la intendencia del narcotráfico. No, Cádiz no es un Ganges de hambrientos, no hay que exagerar. Pero a veces es difícil desechar la tentación. Con un 70% de paro juvenil, aún puedes ser lo más parecido al Cristiano del barrio, como ese chaval que conseguía 1400 euros y luego se saltaba el colegio para ir directamente a la sucia edad adulta igual que a la merienda. Y, claro, puedes buscar trabajo al lado de una freidora o, por el contrario, permitirte decir, como uno de mi pueblo, que por 3000 euros va a trabajar el ministro, que él por esa miseria ni mueve la barca.

En los telediarios todo es más sórdido y más generalizado. También en las películas todos son más veloces, más peligrosos y más guapos (el personaje real en el que se basa la película El Niño se parece más a un vendedor de mercadillo que a un héroe de acción). Es cierto que, al final, hasta a Cádiz están llegando los rusos y los colombianos, las armas pesadas y los señores de la guerra, con tanto poder como para que los guardias civiles huyan igual que carteros. Zoido parece haber llamado a zafarrancho y me cuentan que llevan unos días en los que vuelan más los helicópteros y se dan más esas noches de caza y matorral, como un pequeño Vietnam, a las que los vecinos se acostumbran igual que a las noches de mili o de hospital. Quizá es una guerra contra las mismas espesuras. Quizá es una guerra contra los mismos mimbres del sur. Pero no hacen falta rusos para impresionarnos ni para explicarlo. Ya teníamos en Cádiz el hambre, la desesperanza y las largas tardes de unas plazas como relojes de sol. Ya teníamos gente que sabe callar y corruptos de despacho, de cuartel o de chiringuito. Ya teníamos acumuladas necesidad y mala sangre.

Casi más que la muerte o el dinero escandalosos, asusta no distinguir si alguien va o viene de cometer un crimen, de comprar pescado o de celebrar un bautizo. Casi más que las películas con tiros en el chaleco y billetes en la piscina; casi más que el que maten a un porteador, a un matón, a un frutero chivato o incluso a un niño como a un inocente delfín; casi más asusta esa familiaridad con la miseria, la inevitabilidad y la impunidad. Ese poder que casi no necesita la amenaza. Ni la oscuridad.