Seguro que al marido de Merkel le miraron ustedes, antes que nada, antes incluso que el sombrero, los pies. A los guiris se les mira por los pies. Los pies grandes y conchudos, como grandes tortugas, si están desnudos en su sandalia de budista rubio (hombre joven) o de fraile de cervezas (hombre mayor); en su sandalia de sirena con pies (mujer joven) o de señora pata (mujer mayor), con uñas de un rojo botijo de souvenir desconchado, o lila de flor de velador o de taza. O los pies grandes como raquetas enfundadas, si llevan calcetines, esos calcetines de boxear los pies, esos pies grandes y cocidos como mejillones, esos calcetines altos hasta el gaznate de los pies que es ya la rodilla. El guiri es un ser que lleva su propio suelo, el suelo de su país o de su hotel, cuando va por la calle o por la playa, que se ha olvidado de quitarse su suelo y por eso va con un par de pies de más, como esos insectos con botas de los dibujos animados.

Yo miraba al marido de Merkel por los pies, como a un flamenco de Doñana borroso y a medio colorear. Los guiris son fascinantes de pies y uno antes que nada mira sus huellas de dinosaurio en corcho o de paloma en las fuentes o de pedalo en el mar. El marido de Merkel era como un amigo jubilado de Cocodrilo Dundee, o un explorador de otra película con las arenas movedizas ya puestas o ya predestinadas. Pero esos pies, por esos pies el guiri se tropieza con el idioma y con los monumentos y con la comida. Yo no sé si Pedro Sánchez se tropezó también con esos pies del marido de Merkel, y se mordió la lengua al caer o al maldecir, y por eso ahora creemos que nos cuenta, por ejemplo, que no quiere barcos de inmigrantes, cuando seguramente está diciendo otra cosa, lo que pasa es que no le entendemos con ese idioma de pies torcidos, de pies troncosos, de pies de nadar en la tierra, de pies de pedir sangría con todo su acento ininteligible, ese idioma que se le pegó del marido de Merkel.

El arma de Merkel es sobre todo su marido, que lleva para poner zancadillas al español de pies ligeros de pescador y de ladronzuelo, a Pedro Sánchez y a sus pies mercuriales. Sánchez ya no piensa nada de lo que pensaba hace apenas un par de meses, ni sobre inmigración, ni el diésel, ni el impuesto a la banca, ni las puertas giratorias que ahora conducen a su señora desde un curso de CCC hasta llevar toda África igual que una boutique con ese nombre. A lo mejor Sánchez ya no entiende nada, no entiende nada de España como los guiris, y él mismo se está haciendo guiri de su socialismo empezando por los pies, por supuesto, que ya le pesan, que ya los arrastra como toda esa cerámica local que parecen arrastrar los guiris con los pies. Ya veremos cuando le llegue la cosa al sombrero.

A lo mejor Sánchez ya no entiende nada, no entiende nada de España como los guiris, y él mismo se está haciendo guiri de su socialismo

La maravilla de mirar a los guiris, sí. Guiris con sus pintas de pelícano en la playa, de vendedor de globos en los museos, de Cousteau en las fuentes municipales donde ellas a veces se lavan las tetas (las guiris no tienen tetas, sino sobacos aumentados, ésa es la naturalidad de sus tetas, quizá de todo su sexo, que aquí nos sigue fascinando). El verano es de los guiris, con sus grandes pies para esas playas sólo para pies, como a lo mejor las de Benidorm. Tenía razón la británica que se quejó de que en Benidorm hay demasiados españoles. Los españoles no necesitamos tanto espacio para nuestros pies ni para nuestro verano, cabemos toda la familia en una sombrilla y en una motillo, mientras los guiris necesitan barcazas e islas para los pies como para la pamela. Sí, fíjense en sus pies, la verdadera distancia que nos separa del Occidente bermejo, de Europa. Merkel le recordó esa distancia a Sánchez y él, mirando al marido, lo entendió, repentinamente, todo: su lugar y su tamaño.