Turull era el que tenía puesto de vigía y de escolta, la portavocía y la consejería de Presidencia, un puesto entre chambelán y ejecutor, entre secretario y alabardero, entre el plumín, las calzas de Puigdemont y el botón nuclear. Debía de estar en todo, como los confesores, como los barberos, pero se pasó el interrogatorio sin recordar reuniones, papeles, resoluciones ni facturas. Creo que cada vez entiendo más a Junqueras, lo de ir de clérigo, de dulcero del convento indepe, de bautista que predica a las abejas. Así la ley no te alcanza, o te alcanza como un poder mundanal, insignificante allí en tu alto nido de angelotes. Casi es peor lo de Turull, que está ahí contestando más o menos torpemente a las preguntas de la acusación y de repente se arrebata y suelta una independentada como el demonio suelta papilla en un exorcismo. Creo que para hacer eso es mejor llegar e irte como un místico, como un eremita que ha salido al mundo sólo un momento, a por un higo y a dar ejemplo, y vuelve a su cueva a hacerse nudos en la barba y a barnizarse las llagas.

Turull, con su cosa de funcionario triste, de opositor sin baile, ha expresado mejor que Forn ese desasosegante temblor de estar entre dos mundos, el de sus leyes sentimentales y el de las leyes sólidas que tiene delante, entre el mitin y los balbuceos con intención defensiva. Es una vibración infantil, como la del chiquillo que se duerme con el tebeo en las manos y despierta aún con su magia en los ojos. Así parecía despertar Turull, despabilado de vez en cuando por los letrados como por la maestra, para decir, entre las dos orillas del sueño, que ellos simplemente “ponderaron” desobedecer al Tribunal Constitucional, y que así lo hicieron. Que ellos tenían un mandato de las urnas, un Parlament con la capacidad de hacer leyes, mágica como la de hacer dinero, y que a partir de ahí las advertencias del TC entraban en el terreno de lo subjetivo. Defenderse después de haber dicho eso, o sea, que el TC, la ley, y sin duda el mismo Tribunal alabastrado que tiene delante, todo eso es una cuestión que hay que “ponderar” políticamente, como cambiar o no una farola, deja muy difícil lo demás.

Turull no puede entender que su subjetividad pueda confrontarse con la ley, y en eso coincide con Junqueras. Pero se entiende peor que esa subjetividad performativa le permita negar los facturones de material del referéndum que se le ponían por delante. Simplemente, si él había afirmado que no se había usado dinero público, que la Generalitat no había encargado eso, esas facturas no podían existir. Su subjetividad podía incluso negar la realidad. Turull estuvo la mayoría del tiempo entre dos mundos como entre dos gafas. Entre leyes de su casa o su chaleco y las universales, entre el mundo de los hechos y el de los sueños. Y eso mareaba más que el incienso de Junqueras.

Turull negó las facturas, negó el Enfocats, negó la agenda de Jové, negó los comités que dirigían el procés. Nunca hubo procés entonces, en realidad, sino una especie de destino sobrevenido e inevitable

Turull negó las facturas, negó el Enfocats, negó la agenda de Jové, negó los comités que dirigían el procés. Nunca hubo procés entonces, en realidad, sino una especie de destino sobrevenido e inevitable. Un día estás en un Parlamento autonómico y al otro has declarado la independencia entre escalinatas y coros napoleónicos. Y todo eso (lo quiso dejar claro antes que nada) por un movimiento, el de la independencia, que vino “de abajo hacia arriba”, como un hervor de leche materna, y no al revés, de arriba (de la decadencia de Convergencia, de la corrupción y de la crisis) hacia abajo (el pueblo cebado por la mitología desde Pujol). No hubo escenarios previstos, no hubo gradación de la violencia como se recogía en esos documentos que Turull negaba. Sólo voluntad y coreografías de diálogo y paz. “En Cataluña la gente es pacífica. Siempre hemos militado en el pacifismo”, aseguró. Así, como una comuna. La declaración de independencia fue sólo una declaración política (¿podría ser otra cosa?) y siempre buscaron, hasta el último momento, el referéndum pactado. Es, por supuesto, el farol sublimado, el que acaba con el jugador desplumado o con dos ases de plomo en el pecho.

Después del sentimentalismo contradictorio y funcionarial de Turull, volvió la beatería de rueca y vaca sagrada con Romeva, que usa una calva del Ganges muy trabajada y cuidada. Romeva se declaró preso político, y sólo contestó a la defensa, esa defensa con sitar que hace Andreu Van den Eynde (como con Junqueras). Romeva superó a Turull, que se había declarado antes socio de Cáritas y de Intermón Oxfam, y al que su abogado le leyó todos sus tuits pacifistas, como el Instagram de una miss. El ex consejero de Exteriores desplegó todo su currículo de “cultura de la paz”, que llegaba desde la objeción de conciencia al desarme de Bosnia. Una vez que la gente de paz ha presentado su pañuelo blanquísimo al aire, está claro que puede proclamar no ya su intención o su poema de paz, sino la realidad efectiva de esa paz en todo lo que han hecho y harán. Incluido, claro, el derecho de autodeterminación, que Romeva defendió cuando “ya se ha intentado todo lo demás”. Cuando las pacíficas gentes de cánticos a la Madre de Dios (Junqueras dixit) y blancura de alma y de ADN ya han intentado todo, incluso la violencia de sus imperativos morales, del acoso a los diferentes y de los hechos consumados, es cuando cualquier derecho, cualquier libertad, se debe doblegar. Por supuesto, esto no tiene ningún sentido, ni legal ni ético. Pero menos, vistiendo de anuncio de detergente Colón, de fiesta Marbellí, de secta de la sandalia.

Algunos abogados están haciendo, al menos, el intento de moverse entre la negación y la desmemoria. Pero aún ganan las margaritas en las orejas, los santos de palangana y hablar como para tribunales de estrellas de Hollywood o de Benetton. Asumiendo la calva como argumento y la guitarrita como defensa, creo que ya, sobre todo, han asumido el trullo como inevitable y el purgatorio como ganancia.