Opinión

Pasar a los poderosos por la fusta de Mariló Montero

Pasar a los poderosos por la fusta de Mariló Montero

Pablo Iglesias, durante su intervención este sábado en Madrid. EFE

Y Pablo Iglesias volvió como un Cristo rojo, sabiniano, flaco de recién desenclavado y recién fracasado, buscando la fe de los descreídos. No era un resucitado sino un descendido. El Podemos que hay ahora, después del aburguesamiento, de las purgas con veneno en los anillos, del Xanadú con casitas de pájaro de Galapagar, ya tiene que recurrir a los autobuses de la mortadela, no hace imán con la calle, no sincroniza su cabreo con el cabreo de los peatones de alpargatas de cabeza gacha que pasan por allí. En la plaza, los Círculos de los pueblos, con pancarta y con banderín, Arganzuela, Paterna, o el Círculo de Vallecas, poderoso, como lleno de levantadoras de piedras. Ahí estaban el funcionariado de Podemos, con el morado en los ojos y los pezones, pero ese Podemos sólo llenaba media plaza, como para un novillero local.

Para el advenimiento del Mesías como un deus ex machina sonaba una música bendita para la resistencia, el asalto y la conciencia de multitud. El Power to the people de Lennon, el We got the power de Loreen. Se trata sobre todo del poder, parece, el poder de la gente para que te dé luego poder a ti, que es en lo que ha acabado Iglesias. En los pantallones, imágenes viejas de mucha manifestación, mucho megáfono, mucha lucha adoquinera, que son como el desfile de infantería que les exalta. La trágica paradoja de estos movimientos populares es cómo ese poder de abajo arriba y esa exaltación de la gente exigiendo su poder y su calle terminan en la saca del gurú. En el caso de Podemos, en un curioso estalinismo matrimonial, un estalinismo como de los Borgia. El ansia de poder y de revancha de los parias, a eso suena la banda sonora. Un rap de chaval de barrio para el que nada tiene sentido ni justicia admite que “en la calle, protegido por los tuyos”, es como se siente bien. Raperos de escalón, de polígono, de cementerio de coches, cosas muy lejanas del casoplón de Galapagar, pero ahí están, contribuyendo a la creencia.

La ortodoxia podemita estaba al completo: el de la camiseta del Che, el que parece un bajista de Obús, los que sueltan la vaharada de porro como la sopera familiar, la señora de pelo azul, el chaval con trenca, el del pañuelo palestino, la pintora hippie que pinta con los pies seguramente, el que se quiere parecer a Berto Romero, el perroflauta sin flauta pero con perro colillero… Alguien aprovechaba para montar un quiosquillo para vender literatura transversal: El marxismo, El marxismo y el arte, Del socialismo utópico al socialismo científico, Lucha de clases… Libros llenos de pelos de Marx para la nueva política.

La gente coreaba “sí se puede”, con fervor variable, entre la obligación, la inspiración y el ahogo

La gente coreaba “sí se puede”, con fervor variable, entre la obligación, la inspiración y el ahogo, y otras cosas como “viva la lucha de la clase obrera”. El popurrí encajaba bien con el rap de tendedero y los lacios con guitarra pacifista y tumultuaria.

Todos esperaban que se subieran los líderes al punto morado que hacía de escenario, pero, mientras, iban poniendo spots de abuelas y nietos arreglando el mundo, cosas como de Campofrío o de la lotería, y orgullosas imágenes de la moción de censura a Rajoy. “Sonrían, que sí se puede. Por fin mandamos a casa al Partido Popular”, decía la voz ejecutora de Iglesias en el vídeo. La moción de censura, como triunfo, como primer acto revolucionario conseguido, fue repetido muchas veces en el acto.

Salieron por fin, Pablo Iglesias, despeinado, con cara como de recién despertado o de resfriado. Parecía que volvía de la guerra, pero sólo volvía de la pantufla y de la conejera. Lo que ocurre es que el carisma del Mesías puede convertir un potito en el Santo Grial. Salieron también por ahí Monedero como el Tío de la vara, Irene Montero con su preñez de escuela florentina, y muchos figurantes, teloneros que tomaron el escenario mientras Iglesias se hundía un poco en su cazadora a esperar su apoteosis.

La estructura del acto tenía que estar marcada por la estructura del partido, que son muchas facciones, mareas, agrupaciones, voluntarios, adosados y jefes indios con o sin indios. El discurso de los teloneros fue como un rondó de los tópicos de esa izquierda de vieja guardarropía. Allí, rodeados de cartones, hablaron de los poderosos y los bancos y el IBEX 35, que suena a robot; se pusieron cursis en plan “imagina mil cosas bonitas, mil caricias, mil te quieros”, declararon que “todas las plazas son suyas”, que estaban ahí para “hacer la revolución”, acusaban a la “alianza criminal del patriarcado y el capital” y advertían “que no, que no tenemos miedo”. ¿A qué deberían tenerle miedo?, me preguntaba yo. Cuando hablaba algún catalán de sus convergencias, llegaban de ida y vuelta, como habaneras, aplausos y hermanamientos entre pueblos. Alguien llegó a contraponer lo “colectivo” a “las mediocridades individuales”, dibujándonos el futuro de colmena que quizá es el ideal de Podemos. Hablando de mediocridades, Alberto Garzón sólo parecía allí un mirón.

Echenique se puso irónico, para hacer la cosa más distraída, aunque a él la ironía le queda como un dolor de estómago. O sea, que se le nota en la cara que más que ironía son augurios. “No sé que hacéis aquí, si no se puede”. Montero volvió a mencionar a los jefes de medios de comunicación, a las eléctricas, todo ese contubernio presidido por el malo del Inspector Gadget. Pero Pablo Iglesias, nos adelantaba, los iba a poner firmes a todos, les iba a decir que “se acabaron vuestros privilegios”. Iglesias empezaba a iluminarse como esa figura evangélica que expulsa a los mercaderes del templo. Esto ocurriría con Iglesias en el Gobierno, asumiendo ya que Podemos, Sánchez y los indepes y tal volverían a gobernar. Esa es la profecía, y la repitieron mucho.

Furioso, bautista, profético, como un predicador de Las Vegas, Iglesias volvió a sus clásicos

Pablo Iglesias subió, por fin, ya tarde, con luces pop que venían del Reina Sofía dándole aureola a la cola desbarajustada. Sentado estaba serio, pero en el escenario se encendió como un toro mecánico. Furioso, bautista, profético, como un predicador de Las Vegas, volvió a sus clásicos. Los poderosos, con apellidos, como casas reales, que tienen más poder que los diputados sin que nadie los haya votado. Incluyó a los medios de comunicación, que sin duda Iglesias piensa que deben decidir sus noticias y sus opiniones haciendo reuniones en las barberías de las plazas. A todos los poderosos los pasará él por esa fusta suya, la de Mariló Montero quizá, para que aprendan quién manda. Aunque a veces no necesita ni la fusta. Recordó una reunión con Pedro Sánchez, como entre cartas y whiskies, y cómo le dijo, plantándose con la mano o con la espuela “no voy a bajar de 900, Pedro”. Eso es un líder.

Sobre Cataluña insistió en el diálogo, la reconciliación, pero afirmando que “no queremos presos políticos en España”. Lo de que la justicia haga cumplir las leyes es todavía, para él, alguna imposición del Club Bilderberg contra el pueblo. Tiene cosas, aún, de Iker Jiménez. Llegó a hacer autocrítica pero de una manera cínica, reconociendo que “han dado vergüenza ajena con sus problemas internos”, reivindicando a la gente que verdaderamente sostiene al partido, mientras cada vez se nota más, desde su torreón de montaña de Galapagar, ese estalinismo con lista de bodas con el que maneja Podemos.

A pesar de afirmar que estaban más cerca que nunca de entrar en el Gobierno, Pablo Iglesias no hizo el discurso de las victorias, sino el de las derrotas. La radicalización, la vuelta a las esencias (porque si algo ha fallado ha sido por traicionar las esencias), es típico de las sectas a las que les ha fallado la fecha del fin del mundo o del nuevo reino y saben que hay que volver a activar a la gente no para el triunfo, sino para la paciencia. La gente volvía a gritar “sí se puede” mientras la noche, ya, había hecho su propia obra contemporánea con esa revolución que cabía en los cafés de una plaza. Pablo Iglesias acabó casi babeando, como después de expulsar a los malos espíritus de la banca y la derechona. El exorcismo fue largo, previsible y no sé si da para que el Cristo desclavado, el Sabina deshuesado e intermitente que parece Iglesias, vuelva a su hornacina de revolucionario con pantuflas de osito.

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