Me he enterado de que Chanquete había muerto mientras una chica me enseñaba las bragas. O sea que Chanquete quizá me parecía, por primera vez, sólo un espantapájaros entre sus tomateras, una barca llena de arena, su acordeón de muñeco de ventrílocuo, falso y mellado, tirado en un rincón del carromato de circo. Se supone que uno tiene que sentirse mal porque Chanquete ya no te da pena, ni te viene ese sabor de polo de la infancia, o de mar tragada, ni ese calor nunca recuperado de una tarde de televisión con un rayo de sol haciendo en la salita como una lira de Nerón para el planchado de la madre.

Se supone que uno tiene que sentirse mala persona, sociópata casi, porque Chanquete moría otra vez en la tele y en mi timeline, y en todos los veranos de la vida apilados como viejos Teleprogramas, y no me venía puchero ni morriña. Pero a ver qué iba a hacer yo, si una hermosa chica de acento porteño me acababa de enseñar sus bragas negras en un descuido suyo y mío, en un lento y amplio cruce de piernas que duró esa eternidad sólo comparable a la de cuando te cruzas con otra chica hermosa en el semáforo o en el metro, con la infinitud y la distancia de toda la vida.

Hay que ser mala persona, con Chanquete de cuerpo presente, con su cadáver espetero, con su simbología del español viejo, bueno y llano que se muere para que nazcan sobre él los trigales y la nueva generación de españoles, que esta vez era la de la democracia. Hay que ser mala persona, supongo, para que Chanquete se muriera en su ritual de vikingo andaluz, de elefante sabio, y a mí me dejara ciego de braguitas negras, como de un abanico negro, ese cruce de piernas casi taurino de aquella muchacha que bebía agua o algo muy transparente e inocente, hablando con su amiga.

Se supone que uno tiene que sentirse mala persona, sociópata casi, porque Chanquete moría otra vez en la tele y en mi timeline y no me venía puchero ni morriña

La muchacha no querría enseñar nada, digo yo, pero mataba toda la supurante melancolía, todo el lánguido pesimismo del final del verano y del final de la vida y del final del amor, y ahogaba todas las lágrimas falsas de las novias del Dúo Dinámico desperdigadas por los pueblos y por las épocas y por las cajas de costura llenas de cartas merengosas. Esas cosas, esas verdades que ocurren en un descuido. En ese parpadeo de sus muslos estaba la verdad de que el verano se va pero sigue la carne. Igual que se van los años y sigue la carne, por eso uno se siente ahora viejo y pervertido escribiendo esto, en el fondo tan inocente.

La muchacha con el pelo moreno, largo y lacio que se movía como la capa de una bandolera. La muchacha con los ojos negros de un chocolate extranjero. La hermosa muchacha argentina o uruguaya de formas griegas o italianas bajo el vestido oscuro, corto y de vuelo. Allí, sentada en una mesita alta, en el bar casi vacío, frente a su amiga, frente a mí. Chanquete se moría como una bajamar y España estaba de un luto idiota ahí en mi timeline, con esa misma pena desfigurada o exagerada de aquellos actores infantiles que parecían sólo niños de feriante. El final de agosto en Madrid era esa espera de que abran las tiendas cerradas y lleguen los trenes varados por la costa o por los recuerdos, y yo sólo levanté la mirada del móvil un momento y allí estaba ella como dando la vuelta al bello reloj de arena de su cuerpo. Ella era la que mataba a Chanquete con el vuelecillo de sus muslos, con la verdad del deseo y de la vida.

Allí quedó la muchacha, luego, sorbiendo el final de agosto de una botellita y acabando con lo que quedaba en mí de imaginarme joven. Allí quedó el final de agosto con un banderazo de carne pura. El verano se va pero sigue la carne. El verano se va pero sigue la vida, y hasta los políticos. Me fui del bar sintiéndome sucio e inspirado, y quizá salvado. Aquella muchacha, aquellas braguitas negras que me habían sorprendido y seducido como el gato que pasa corriendo, como la luna que pasa corriendo. Aquella muchacha había conseguido, de repente, hacer ridículos todos los lutos de España que no fueran por esa braguita. Había conseguido que Chanquete muriera, por primera vez, como un viejo verde.