Sin nada que varear, los olivareros se habían venido a varear la Puerta de Alcalá, que es como sacudir un tapiz real muy tieso ya por la historia. Hay que venir a Madrid de vez en cuando, a varear la Puerta de Alcalá o un ministerio, o a soltar un petardo gordo que asusta a los madrileños transeúntes como un perro de labranza. A veces hay que hacer eso o aquí no se entera nadie, menos la historia, que sigue ahí, colgada de una cornisa, tocándole la trompeta a una flor de lis, con sus reyes con matrícula, sus vigías con cascos etruscos y sus cornucopias con una riqueza antigua de dinero de piedra y argollas de atar caballos. Pensé, curioseando por allí, que estos olivareros estaban realmente solos. Una manifestación en España y yo no era capaz de encontrar las siglas, el estandarte, el comando de ningún partido político. Sólo banderas blancas con los pequeños logos de las organizaciones agrarias convocantes, unos logos que parecían marcas de sus aceites o tapas de margarina. Ni siquiera pancartas contra Trump, contra sus aranceles, contra esa hambre que le ha entrado a él de comerse el mundo como si fueran cheetos, que a lo mejor de ahí vienen sus dedos, su cara y su pelo naranjas. Ni partidos ni Trump. La gente parecía venir de una pena y una falta más antiguas y más hondas, sin ganas ni tiempo de pararse a aprovechar las modas. Sólo en las declaraciones ante las cámaras de los sindicalistas o los jefes de las asociaciones, mencionaban los aranceles y al presidente de Estados Unidos como un presidente de los Picapiedra.

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