Para casi todos los creyentes, y no sólo católicos, en los próximos días se violará una basílica pontificia (lugar de culto) y se profanará una tumba religiosa (res sacra). Esta atrocidad es el resultado de tres factores concurrentes:

En primer lugar, una norma singular (Decreto-ley) que se promulgó para dar cobertura a un acuerdo cruel y vengativo, dejando indefensos a los afectados y sin calibrar las consecuencias y daños colaterales que pudieran provocarse.

En segundo lugar, una sentencia del Tribunal Supremo que ha dado una artificiosa pátina de legitimidad jurídica a una actuación a todas luces inconstitucional y contraria a los Acuerdos entre España y la Santa Sede. En esta sentencia se defendía -por parte de la Abadía benedictina, esencialmente- el principio de inviolabilidad de los lugares de culto, que no puede interpretarse sino como la absoluta imposibilidad de injerencia alguna del poder civil en el interior de los templos (muy parecido a la inmunidad de ejecución de la que gozan los bienes de legaciones diplomáticas y organismos internacionales) ya que la competencia es exclusiva de la Iglesia.

¿Dónde está la jerarquía eclesiástica representante de la Iglesia valiente, comprometida y libre? ¿Se debe el silencio a amenazas económicas por parte del Estado?

Sin inviolabilidad no hay libertad de culto porque el poder civil puede hacer lo que quiera y cuando quiera con solo promulgar una norma con rango de ley. El artículo I.5 del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede para asuntos jurídicos dispone: "Los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las leyes".

Esto es interpretado por el Gobierno en el sentido de que son las leyes nacionales las que determinan el concepto de inviolabilidad, interpretación que, sorprendentemente, acoge la sentencia del Tribunal Supremo, lo que significa que la inviolabilidad de los lugares de culto existirá o no, será mayor o menor, dependiendo de lo que decida la ley de una de las partes, en este caso, la ley española.

La interpretación es absurda, tanto desde el punto de vista jurídico como gramatical. Jurídicamente no tiene sentido que un acuerdo internacional pueda ser modificado por una de las partes, lo que contraviene los más elementales principios de Derecho Internacional Público. Pero, incluso, gramaticalmente la expresión "con arreglo a las leyes" no se refiere a si existe o no inviolabilidad (que existe en todo caso) sino "cómo se garantiza". En definitiva, el precepto podría haber dicho: "Los lugares de culto tienen garantizada, con arreglo a las leyes, su inviolabilidad”.

Si a esto añadimos que la propia Ley de Memoria Histórica (artículo 16.1) señala que el Valle de los Caídos se regirá estrictamente por las normas aplicadas, con carácter general, a los lugares de culto, llegamos a la conclusión de que, se interprete como se interprete, la inviolabilidad significa absoluta inacción de los poderes civiles en el interior de los templos, sin autorización eclesiástica, lo que se deduce claramente del Derecho canónico (Cánones 1205 y siguientes), al que se remite la Ley de Memoria Histórica.

Es incomprensible que el Tribunal Supremo haya dictado una sentencia tan errada e injusta y, sobre todo, haya dado cobertura a un acto atentatorio a un elemental principio de libertad religiosa.

Es incomprensible que el TS haya dictado una sentencia tan errada e injusta y haya dado cobertura a un acto atentatorio del principio de libertad religiosa"

Pero el tercer factor, y quizás el más sorprendente, ha sido la pasividad (cuando no calculada ambigüedad) y el silencio de la jerarquía eclesiástica, que debería haber defendido dicha inviolabilidad como valor esencial, que es, de su libertad de culto.

Lo más doloroso de este episodio es la absoluta soledad en la que se han encontrado los miembros de la comunidad benedictina del Valle de los Caídos atacados por la tergiversación de su postura efectuada por algunos medios de comunicación, por la incomprensión (a veces miserable) de quienes debían solidarizarse con ellos y apoyarles y la tibieza de quienes tenían la obligación de defenderles y han demostrados ser incapaces de luchar por unos valores que deberían anteponer a cualquier interés. Como señala el cardenal Sarah, la Iglesia no está para ser popular ni para ser sumisa a unas directrices arbitrarias e indignas.

¿Dónde está la jerarquía eclesiástica representante de la Iglesia valiente, comprometida y libre? ¿Puede ser verdad, como algunos afirman, que el silencio eclesiástico se debe a amenazas económicas por parte del Estado?

Frente a este silencio se alza la postura digna, generosa, legítima y llena de paz de los componentes de la abadía benedictina, defendiendo -solos- aquello que debería ser defendido por multitudes. Recordemos que, "si éstos callan, gritarán las piedras" (Lucas 19.40).

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Ramón C. Pelayo es abogado del Estado en excedencia.