No es que la Navidad llegue pronto, es que hay prisa por venderla, como hay prisa por vender gobiernos de muñecos de nieve. Es, será, o fue ya el Black Friday, que es algo que dura mucho, es como un día polar en los grandes almacenes, un sol de medianoche suspendido sobre el hilo musical y esas ofertas de tecnología coruscante mezclada con zapatillas de orejitas. Dicen los puristas de zueco y turrón, los tradicionalistas de pandereta de caja de ahorro y Niño Jesús desconchado de besos, que es otra cosa que nos invade desde Estados Unidos, con su paganismo de papanoeles cocacoleros y mamanoeles Marilyn y el árbol del Rockefeller Center como un gorro de mago. A uno, en realidad, esto del Black Friday le parece una moda muy bien traída, ahora que España está en oferta y la venden en lotes como esos packs de colonias masculinas con desodorante y aftershave, siempre como amaderadas de barco, serrín y tabaco, y con un celofán crujiente en el que han encerrado no un olor sino la magia del ligue, del sí femenino o del guiño arrebatador de Antonio Banderas.

España se vende por ministerios o por regiones o por losetas o por racimos de jamones, se vende barata como el Varón Dandy, hay ofertas para que los secesionistas la desmonten como un Mr. Potato y para que el comunismo vuelva a experimentar otra vez sus explosiones de tizne como con el Quimicefa. Y no vamos a esperar a la Navidad, con su sentimentalismo de pastor con flauta y cecina, con su melancolía de ropopompón. Cuanto antes, mejor. O sea, que el Black Friday deberíamos haberlo inventado nosotros, o por lo menos Iván Redondo. Los americanos venden televisores que dan a lagos o a galaxias inventadas, pero nosotros vendemos el país de verdad, y hasta la misma condición de ciudadanía, ahí con lacito amarillo y un relleno de viruta.

La Navidad no ha llegado pronto, ha llegado sólo la prisa. Prisa por tener una tele grande como un acuario o un gobierno que enseñar como un mueble bar. Deberíamos saber ya que todo se vende. La Navidad no es el negocio de Dios, sino de Dickens, un negocio de suspiros de pobre y de redención de avaros. Tampoco la política es el arte de gobernar, sino el comercio de llegar al gobierno. Los papas nos vendían el Cielo con cupones y las familias se vendían amor con dote, mucho antes de que San Valentín fuera otro negocio de gran almacén, con sus señoritas como tragafuegos de perfumes y sus corazones como cajas de bombones con forma de culo. A ver por qué no se va a vender la política, el país, más con un negociante shakesperiano como es Sánchez.

El Black Friday deberíamos haberlo inventado nosotros, o por lo menos Iván Redondo. Los americanos venden televisores que dan a lagos o a galaxias inventadas, pero nosotros vendemos el país de verdad

Hay prisa por que llegue la Navidad, por que se enciendan esas luces en las que han congelado a todas las hadas de los niños y a todas las monedas de los mayores. Hay prisa por vender y esa iluminación de las ciudades son sólo luces de casino con fondo piadoso. El belén de la Puerta de Alcalá parecerá una familia de indigentes de viaducto hasta que uno se tope con el bolón de la Gran Vía, que es como un bombo madre de la lotería, como una jaula para los angelotes de la suerte que se esparcen luego hasta Doña Manolita, con cola de exvoto y ayuno como la de Medinaceli, o hasta El Museo del Jamón, donde los jamones parecen naipes de bastos de tómbola.

Uno diría que para llegar al cristianismo también se trafica con estrellas, oro en polvo y quesos de pobre, así que no deja de haber algo de santo en el negocio navideño. Aunque, en realidad, toda esa fiebre no viene del moderno consumismo capitalista, sino del viejo ritual solsticial de llamar a la abundancia con la abundancia, con regalos y con comida, con el árbol de la vida brillando como queremos ver brillar a la naturaleza. Claro que ahora se ha olvidado el simbolismo y sólo hay prisa. Hay prisa por comprar y por vender y nuestros viejos Reyes Magos tardan mucho, vienen como de hacer una larga ronda por todos los bares o teterías desde Oriente, moscatelito a moscatelito. Los americanos llegan antes, con su Santa Claus vestido de aviador, y más ahora, con el Black Friday metiéndonos rayos por los ojos.

Hay prisa y por la Gran Vía la gente pasa corriendo bajo grandes guillotinas de cristal para conseguir una cazadora o una Playstation. Sí, da la impresión de que se arriesgan a morir decapitados o arrastrados por una cascada para salir con su paquete. Hay prisa por vender y hay prisa por comprar, una bota con brillitos o un gobierno mejor o peor, que haga lo que sea pero que sea gobierno. No será muy difícil con un gobierno en oferta, a ver quién se resiste a eso. Yo también he comprado algo en este Black Friday, un robot para que barra por mí. Habrá quien se agencie un presidente para que destroce España por ellos. Y a precio de ganga.

No es la Navidad que llega pronto, tendiendo temprano todas sus escalas de cabello de ángel hacia las estrellitas, todos sus puentes parisinos hacia el amor y todas sus pistas heladas neoyorquinas hacia el negocio. Es que hay prisa por vender el mundo. Y por comprarlo barato. Como ha ocurrido siempre. Aunque nunca nos habían vendido el país como un par de calcetines gordos.

No es que la Navidad llegue pronto, es que hay prisa por venderla, como hay prisa por vender gobiernos de muñecos de nieve. Es, será, o fue ya el Black Friday, que es algo que dura mucho, es como un día polar en los grandes almacenes, un sol de medianoche suspendido sobre el hilo musical y esas ofertas de tecnología coruscante mezclada con zapatillas de orejitas. Dicen los puristas de zueco y turrón, los tradicionalistas de pandereta de caja de ahorro y Niño Jesús desconchado de besos, que es otra cosa que nos invade desde Estados Unidos, con su paganismo de papanoeles cocacoleros y mamanoeles Marilyn y el árbol del Rockefeller Center como un gorro de mago. A uno, en realidad, esto del Black Friday le parece una moda muy bien traída, ahora que España está en oferta y la venden en lotes como esos packs de colonias masculinas con desodorante y aftershave, siempre como amaderadas de barco, serrín y tabaco, y con un celofán crujiente en el que han encerrado no un olor sino la magia del ligue, del sí femenino o del guiño arrebatador de Antonio Banderas.

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