Carmen Calvo hacía política cultural de sopa boba, sarao y amiguetes colocados de fantasma de la ópera por los museos y las instituciones. O sea, la que se hace aquí. Lo que ocurre es que Calvo ni siquiera es una intelectual, ni una artista, sino una política de oposicioncita y confesionario de abogado que para manejar la cultura se ponía los vestidos que veía en los cuadros (le salían así como de Santa Isabel de Portugal, de un raro zurbaranismo de cóctel). Sin estar mucho en la política, a la que llegó desde las aulas amadrasadas del Derecho y de Chaves, ni estar nada en la cultura, a la que si acaso llegaba sólo con un poco del metal gaitero de Mägo de Oz y flores de lis de cortina, Carmen Calvo ha sido siempre un personaje chocante que no dejaba de dar barbaridades, creo que por pura desubicación. Nos dijo por ejemplo que “el dinero público no es de nadie”, y sí que parecía que no era de nadie, por la manera en que lo gastaban. Y es que la cultura o cultureta, palabra que yo creo que viene de unir cultura y croqueta, se convirtió en objetivo estratégico de la política con Zapatero.

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