Pedro Sánchez no se ponía al teléfono cuando Torra lo llamaba desde sus cuartos de banderas como un novio haciendo la mili de ordenanza. Pedro Sánchez quería recuperar el delito de referéndum ilegal y meter en la cárcel a Puigdemont, y lo decía en los debates con una determinación y un ceño del Coyote mirando sus planos de Acme. Pedro Sánchez había visto sin duda rebelión en todo aquello que pasó, o eso nos contaba en una entrevista que parece ya muy antigua, como al primer Miguel Bosé con calentadores. Ahora, Pedro Sánchez llega a la Plaza de Sant Jaume, que tiene algo de plaza de peregrinos, de religiosidad gallega en los soportales, esa religiosidad de escudilla con lluvia; llega al Palacio de la Generalitat como a tocar un apóstol hecho de conchas o una pila hecha de agua de cueva, llega con “emoción y respeto”. Llega, sobre todo, siempre sin memoria y siempre sin escrúpulos.

Pedro Sánchez llegaba para legitimar a Torra, a un no-presidente, un inhabilitado que se pasea todavía por sus cargos y palacios como por un último día de sanatorio y de vida. En la rueda de prensa Sánchez dijo literalmente “actual president”, sin reserva ni duda ni matiz, aceptando las legitimidades del propio Torra, que no contempla leyes ni tribunales sino sólo los sanedrines de ancianos y amortajadoras de su pueblo. Aunque el Palacio de la Generalitat parezca un mesón compostelano, Sánchez visitaba a un no-muerto, vivificaba a un no-muerto, y es verdad que Torra le enseñaba su castillo como lo enseñaría Drácula, entre la hospitalidad y la promesa de una lenta matanza gótica.

Sánchez puede hablar de ese diálogo del que habla él con voz de pito, puede mencionar la “agenda del reencuentro”, que parece algo de Mujercitas

Torra había desplegado esa voluptuosidad decorativa del vampiro que son como unas ricas nupcias de la muerte. Una alfombra roja en la entrada, de ésas a las que Sánchez no se puede resistir sin hacer rebotar un bastón; unos mossos de gala que parecían cocheros de la madrastra de Blancanieves o una banda de música de un festival bávaro de la salchicha, la escalera retorcida de piedra que subían lentamente, como hacia el cuadro de Rebecca; esa sala como un aposento templario con el cuadro de San Jorge y el dragón (dracul significa precisamente “el dragón”). Aquí se va a chupar mucha sangre, eso es lo que uno puede decir viendo el guion y la puesta en escena, con tanto muerto con capote y tanta cena sin espejos.

Sánchez puede hablar de ese diálogo del que habla él con voz de pito, puede mencionar la “agenda del reencuentro”, que parece algo de Mujercitas; puede decir que “nadie ha ganado, todos han perdido” pidiendo la tabula rasa no de los cobardes sino de los inmorales, puede hablar de que vuelvan las Navidades en paz con los cuñados, como si pudiera haber Navidades en paz con los cuñados… Sánchez puede hacer todo eso con su tonillo de pipa de agua en una cama redonda, e incluso nos lo podemos creer. Luego salió Torra, tras sus puertas de cripta, de sus rendijas de salamandra, a decirnos dos sencillas cosas: autodeterminación y amnistía. Bueno, yo agrego impunidad, porque cuando uno avisa de que volverá a hacerlo, ya es eso lo que se pide. Autodeterminación y amnistía, ése es el “consenso” del “catalanismo” devenido en “independentismo”, explicó. Un catalanismo que pide ser sujeto político y soberano, según dijo. Sí, el catalanismo, no la ciudadanía catalana, en la que entran sucios de sangre y de mente que no deben contar.

Autodeterminación y amnistía. Torra, iluminado por luces de luna enferma y sombras membranosas, levantado de entre los muertos por Sánchez, gracias a la sangre de la vena gorda de antebrazo de guapo de Sánchez, sólo necesitó dos palabras para describirnos cómo será esa mesa de negociación, esa mesa donde unos piensan comer pollo y otros piensan comerse al comensal. “La ley no basta”, decía Sánchez como bebiendo ya su vino ponzoñoso. Sánchez ha convertido a Torra, un muerto de sanatorio, un tísico de biblioteca ocultista, en el hijo del dragón, alguien que dice venir con lo suyo desde el siglo XIV, último vástago de una nación milenaria, a tomar lo que la historia le debe. Este draculín ha sentado a su mesa a un Sánchez que no puede dejar de ceder a las tentaciones ni a la concupiscencia. Sí que se lo van a comer, y al Estado con él. Parecía que llegaba Sánchez a firmar un papel cerúleo y a hacer negocio de castillos con misa de peregrino. Él volverá a su Moncloa con el cuerpo podrido y el alma perdida, y el independentismo volverá a sus grietas con el colmillo ahíto. Sí, es esa sensación de que esta película ya la habíamos visto. Con éstos y con otros actores.

Pedro Sánchez no se ponía al teléfono cuando Torra lo llamaba desde sus cuartos de banderas como un novio haciendo la mili de ordenanza. Pedro Sánchez quería recuperar el delito de referéndum ilegal y meter en la cárcel a Puigdemont, y lo decía en los debates con una determinación y un ceño del Coyote mirando sus planos de Acme. Pedro Sánchez había visto sin duda rebelión en todo aquello que pasó, o eso nos contaba en una entrevista que parece ya muy antigua, como al primer Miguel Bosé con calentadores. Ahora, Pedro Sánchez llega a la Plaza de Sant Jaume, que tiene algo de plaza de peregrinos, de religiosidad gallega en los soportales, esa religiosidad de escudilla con lluvia; llega al Palacio de la Generalitat como a tocar un apóstol hecho de conchas o una pila hecha de agua de cueva, llega con “emoción y respeto”. Llega, sobre todo, siempre sin memoria y siempre sin escrúpulos.

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