Lo que pasa con el franquismo es que ya no existe. Franco se murió envuelto en mantillones y crucifijos como un recién nacido viejo, con toda España llena de un incienso de coroneles, notarios y tatas, y ahí se acabó el franquismo, como si se hubiera muerto una folclórica, dejando sólo grabaciones de pizarra y panoplias de peinetas y abanicos. Al franquismo no lo mataron ni lo vencieron, simplemente se murió porque el franquismo era Franco, su fascismo de bizcotela y su nacionalcatolicismo de hermana fea de cura.

Quitando el antifranquismo linotipista, casi toda España era franquista, o al menos dócil o interesadamente franquista. Los militares, los curas, los empresarios, los merceros, los futbolistas, las divas del cine o el teatro con pose de Dama de Elche… Eran franquistas hasta en Cataluña. Lo eran también los posibilistas que esperaban que aquello terminara sin arriesgarse, comiendo del Régimen que criticaban con caricaturas de cafetín. Pero el franquismo era una cosa tan de ese hombre pequeño, ciclán y mesacamillero, con discurso de baberito y épica de grumete, que al poco de morirse ya estaba la gente con Jarcha, y en 1982, toda esa España franquista era socialista.

Así de frágil era el franquismo, una capilla privada de viejo que cayó sola, desde dentro, infiltrada por esos demócratas posibilistas, como el mismo Suárez, y otra gente que se daba cuenta de que ya no se podía estar en Europa siendo un medievo para suecas. Suele decirse que el franquismo simplemente se cambió de chaqueta, algunos incluso sin cambiar de coche oficial, pero es que eso es lo que hizo la mayoría de españoles, casi todos antes decentísimos, de Generalísimo y Corpus. No era sólo cosa de Fraga, ni de los espadones con retrato como de Heraclio Fournier. Aquella derecha, sí, era aún fernandina, antigua, rancia, todavía del confesor a la querida. Pero ni siquiera eso era ya franquismo. El franquismo se quedó para cuatro tontos de soldadito de plomo y altarcito fluorescente y patrona con mosquetón, para algún mesonero de toreros y para algunos pijos de polito rosa que lo tenían como moda de Hombres G o algo así. Y no sé si hace falta una ley para protegernos de eso, la verdad.

Lo que pretenden es identificar aún al franquismo con la derecha, que no es mala táctica, pero eso ya no es cierto

El franquismo no existe ya y los cuatro franquistas son una chirigota. Nos dimos cuenta el 23-F, que hasta Tejero parecía un picador con caballo de cartón o una cupletera con bigote. Donde vive más el franquismo es en la izquierda, que todo lo ve franquista, las rotondas, los aviadores, Colón con un dónut en el dedo... Es comprensible, porque lo que pretenden es identificar aún al franquismo con la derecha, que no es mala táctica, pero eso ya no es cierto. El franquismo vive más que nada en las redacciones o platós zurdos y en las ceremonias de Sánchez para trasplantar la momia de Franco como un ciprés de mármol o para hacer históricas leyes anti aguilucho. A lo mejor les aplican a ellos antes que a nadie ese delito de apología del franquismo.

No está uno por los delitos de opinión, salvo que esa opinión se concrete en una amenaza directa, con lo que deja de ser opinión. Que un tonto de cornetín saque a la ventana un pollo carbonizado o un tonto de cachimba saque un Che chinesco no es igual que decir que hay que matar o poner bombas o sacar una guillotina (sea ministro o sea rapero), o que hay que reeducar a los homosexuales (“el trabajo os hará hombres”, les decían en Cuba). Legislar contra la apología de ideologías indeseables puede parecer sano, hasta que surge el problema de qué considera cada uno ideología indeseable. Ahí, salvo con Hitler, lo demás ya se vuelve elástico y matizable. Castro o Maduro, ¿son dictadores? Decía Adriana Lastra que en democracia no se homenajea a dictadores y a tiranos, ¿pero ser recibe a Delcy Rodríguez? ¿Y pasa algo si un ministro de Podemos tiene a Chávez en un póster, como si fuera David Hasselhoff?

El truco parece que está en no ponerse universales. Aquí hemos tenido dictadura franquista pero no comunista, así que la apología del franquismo aún es mover muertos con las muelas de oro sacadas, mientras que la del comunismo suena a cuello Mao, o a mojito y a muslos morenos en bicicleta, o a fiesta punkarra en la Casa de Campo. Ahí está la medida moral: la distancia kilométrica con el horror. Esa distancia y ese pesaje a ojo que se hace con los crímenes contra la humanidad son lo que permite al comunista de claustro o de consejo de ministros afirmar que el comunismo aún no se ha aplicado bien, cosa que a nadie se le ocurre decir del nazismo.

El franquismo no existe. Sólo quedan cuatro mataos con golondrino y boina de requeté. A lo mejor merecen una ley para ellos solos, aunque yo prefiero verlos hacer el tonto, ahí con un ojo vuelto de Millán Astray, con su sacro imperio perdido como un broche de marquesa con soponcio. Son pedagogía pura. El franquismo no existe, pero sirve. Aún aglutina tontos alrededor de problemas ficticios y orondos resarcimientos históricos, mientras la democracia se sacrifica para mantener una progresía decorativa y ociosa, de retruécano giligénero y pompa de baño de Sánchez. No las opiniones, sino los hechos; no el dogma loco, sino la amenaza cierta. Eso habría que penar. Pero sería renunciar a la rentabilidad del odio para caer en la simple justicia. Y olvidar el símbolo para actuar en la realidad. Algo que este Gobierno no se puede permitir.

Lo que pasa con el franquismo es que ya no existe. Franco se murió envuelto en mantillones y crucifijos como un recién nacido viejo, con toda España llena de un incienso de coroneles, notarios y tatas, y ahí se acabó el franquismo, como si se hubiera muerto una folclórica, dejando sólo grabaciones de pizarra y panoplias de peinetas y abanicos. Al franquismo no lo mataron ni lo vencieron, simplemente se murió porque el franquismo era Franco, su fascismo de bizcotela y su nacionalcatolicismo de hermana fea de cura.

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