El virus manriqueño, siguiendo los pasos de las miniaturas medievales, de la danza macabra, de las representaciones de la Rueda de la Fortuna con la muerte canina y espigas y bufones, ya ha llegado al Consejo de Ministros y puede llegar a la Casa Real como en un final de teatro jacobino. Se ha contagiado Irene Montero en la otra trinchera, porque antes ya se había contagiado Ortega Smith, sin darle importancia, como los señoritos que sufren un percance de caza o de taberna. Una quizá se creía que la protegía del relente castañero de Madrid la propia Artemisa, y el otro que podía matar al virus a tiros, como un sahib un tigre de Bengala.

Los de Podemos hicieron muchas gracietas con este Tarzán que es Ortega Smith, pero la Fortuna se las ha devuelto prendiendo los labios lilas de la lideresa de la otra orilla de aquel domingo de cruzados dementes. La temeridad no es cosa de una ideología ni de otra, sino de que la política es ciega, como la ambición y como la carne. Montero no ve más allá de la vela pirata de su revolución, Ortega no ve más allá de su apostolado de manteo y despechugue, y Sánchez no ve más allá del espejo de su barbero.

Al virus lo han dejado pasear por la calle y hacer posada en esas ceremonias artúricas de cojón español o de copa menstrual que el bicho no distingue y creo que yo tampoco. Aquel 8-M fue una insensatez que no determinaron esos científicos que siempre menciona Sánchez y a los que uno se imagina manejando matraces con niebla de hielo seco, entre Merlín y el Quimicefa, como en las películas malas. No, aquello lo decidió la política, que es ciega, egoísta y más cagona para poner en peligro su poder que incluso para exponer su propia cara. De la cara de los demás, para qué hablar.

Aquel 8-M fue una insensatez que no determinaron esos científicos que siempre menciona Sánchez

El virus ataca a los de la democracia montonera y a los redentores de fonda, ha vaciado de corrillos de estatuas vivientes igual las alamedas que el Congreso de los Diputados. No hay nada más democrático que este virus que va a llegar a la Moncloa y hasta a la Corona saltándose todos los protocolos, como los bufones. "A la riqueza y al poder los disuelves como el hielo", dice de la Fortuna el Carmina Burana. "Porque toda carne es como hierba, y toda la riqueza del hombre como la flor de la hierba", escribió San Pedro para que luego se olvidara.

Nadie está a salvo, pero el virus se esparce tan democráticamente que, más que con el beso, se extiende con la estupidez. La estupidez de los histéricos del papel del culo, y la de los propagandistas mogolloneros, y la de los que se creen de vacaciones y llenan las terrazas de los 100 Montaditos, y la de los políticos que miran más las proyecciones de su popularidad que la de los contagios. Y ya se sabe que "contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano" (Schiller). No digamos Sánchez, acurrucado tras Fernando Simón como Carmen Sevilla tras una ovejita, una ovejita muy científica, como Dolly. La verdad es que cada vez que sale Sánchez cae la bolsa, y eso a lo mejor sí es ciencia de verdad.

Contestando las preguntas por Whatsapp, en una comparecencia de camarín, sólo con sus mayordomos de batea y sus maestrantes de batida, Sánchez volvía a hablar de calma, serenidad, unidad, estabilidad y confianza. Le preguntaban por cerrar Madrid, o por hacer test masivos como Corea del Sur, o por ese ruego desesperado, casi de fantasma arrepentido, que dejaba Matteo Renzi para que no cometamos el error de Italia, el del "gradualismo". Y Sánchez sólo pedía sosiego, y decía nada menos que están "adaptándose al desafío" (¡todavía adaptándose!) y que es una "crisis dinámica", que cambia "a cada hora". Claro que cambia, pero sabemos perfectamente hacia dónde, y se trata de adelantarse, no de seguirla como un juguete de gato.

No sólo es la matemática, ni la experiencia de nuestros vecinos, sino que en los hospitales se van a quedar sin respiradores y hasta sin grifos, y Sánchez continuará asegurando que sólo han seguido "las recomendaciones de la Ciencia". La "Ciencia", así, como si fuera una musa, como si fuera la diosa de Parménides. No el gabinetillo de Iván Redondo, sino la mismísima Ciencia posándose sobre Sánchez como el mochuelo de Atenea.

El virus no respeta a nadie, se ríe de los gallitos de barraca de feria, de los fanáticos pentecostales, de los políticos de batín de leopardo y de los señores con orbe en la cabeza, pero lo peor es que se cebará con los débiles. Le puede tocar a cualquiera, te puede llegar por un megáfono o por un hisopazo, por un zapatito de cristal o por el pie de trinchera, por un pañuelo galante como un paraguas o por unos hermosos labios de porro, fiebre y Coca-Cola. Le puede llegar a cualquiera, como el amor. Pero este virus lo está esparciendo la estupidez más que el beso.

El virus manriqueño, siguiendo los pasos de las miniaturas medievales, de la danza macabra, de las representaciones de la Rueda de la Fortuna con la muerte canina y espigas y bufones, ya ha llegado al Consejo de Ministros y puede llegar a la Casa Real como en un final de teatro jacobino. Se ha contagiado Irene Montero en la otra trinchera, porque antes ya se había contagiado Ortega Smith, sin darle importancia, como los señoritos que sufren un percance de caza o de taberna. Una quizá se creía que la protegía del relente castañero de Madrid la propia Artemisa, y el otro que podía matar al virus a tiros, como un sahib un tigre de Bengala.

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