En La Vanguardia, John Carlin le lamió las orejas a Sánchez como un koala un eucalipto (esa cosa de koala que tiene Carlin). Ahora, al presidente lo va a entrevistar Ferreras, que ya guarda de otras veces un plató enrollado como una alfombra de reina de Saba para estas ocasiones. Sánchez no puede ir sin más de sus lúgubres homilías con pucheros y sermón de la montaña a una entrevista salvaje con Vicente Vallés, por ejemplo. Tiene que pasar por que Carlin lo rasure, ambigua y sensualmente, como Moneypenny a James Bond, y por que Ferreras lo envuelva en su periodismo de albornoz calentito de la izquierda, un poco como las propias hechuras de Ferreras, de comer helado en albornoz en plan chicas de oro.

No ha importado el prime time, no ha importado la audiencia, ni siquiera se ha fiado de su TVE en la que todo parece que lo diga el meteorólogo, un meteorólogo particular como un médico particular. Sánchez ha preferido a Ferreras, que con el virus pasó de un resfriado que achinaba los ojos, del “miedo” sin ninguna “razón medicosanitaria”, a lo de arrimar el hombro, porque ya saben que la epidemia no la tenían que mitigar o solucionar nuestros gobernantes, con todas las herramientas y recursos del Estado incluida esa alarma como de submarino, sino entre nosotros mismos, como empujando un autobús que se ha parado, encallado de capachos y gallinas apavadas.

Con Ferreras el virus era como una marea de medusas que había que esperar en el sombrajo o, si acaso, una cosa de Ayuso, que hacía misas satánicas y brujería de ojos de Marujita Díaz para contaminar toda España. Con Ferreras todavía tenía la culpa Rajoy, o Mato, o los pijos que esparcían el virus con grandes cacerolas, ostentosas cacerolas como cafeteras de George Clooney, capaces de propagar sónicamente un virus que sin embargo se había resistido al vocerío inguinal del 8-M, mucho más mullido. Pero, sobre todo, ya digo, con Ferreras tenía la culpa Ayuso, que se ponía guantes de encaje negro para el crucifijo o para el látigo y convocaba al virus con exhibiciones de candelabros siniestros y ataúdes verticales como de vampiros, mientras el buen españolito combatía el virus vestido de cantajuego en el balcón y de panadero francés en cocinas felices de haber dado besos de harina en la nariz.

Con Ferreras todavía tenía la culpa Rajoy, o Mato, o los pijos que esparcían el virus con grandes cacerolas, ostentosas cacerolas como cafeteras de George Clooney

De Carlin afeitando a Sánchez en una bañera tibia del Oeste, como una camarera de saloon, a Ferreras que pedía dimisiones por el ébola y ahora pide “unidad” en vez de, no sé, eficacia, diligencia, medios, previsión o siquiera verdad. En realidad, la unidad es ese colchón al que Sánchez quiere volver a llevarnos a todos con su calzoncillo de serpiente y su voz de susurro, entre el sándalo de las preguntas de Ferreras. Sánchez ha ido de un Carlin que le perfilaba glúteos de Bernini, o quizá sólo de ama de casa en clase de dibujo con modelo en pelota, a un Ferreras que es como el cura del sanchismo, como un cura de Agustín González del sanchismo exactamente. Además, Ferreras le debe esas subvenciones urgentes, en plena alarma, cuando el servicio público de las televisiones privadas era más importante que el que los médicos tuvieran plástico del duro o siquiera zurcidos de los buenos ante el bicho.

Sánchez va de koala en koala, del koala de Carlin con lengua mentolada sobre su oreja al koala de Ferreras con abrazo de terciopelo marsupial. Sánchez no es que no pueda todavía con Vallés o con Alsina o con Herrera, es que no va a salir del espá. Sánchez es sobre todo frágil, no podía hacer ruedas de prensa sin pasapuré ni comparecencias sin filtro de media, como si fuera Sara Montiel con cuchilladas de patas de gallo. Sigue pidiendo lealtad como si su mera tranquilidad significara ya el fin del virus o de la crisis, pero no es que España necesite esa lealtad, sino que la necesita él, una lealtad que significa que no le obliguen a exponerse a la realidad, ante la que se rompería como esos hechizos de calabazas a medianoche o de ligues al amanecer.

Sánchez, frágil e impotente, no puede hacer nada, salvo pedir que lo abracen. Ahí es donde va a ir, donde sabe que lo van a abrazar por un amor de lago azul o por una lujuria de vestuario o por un interés ahuecado de nido común. Sánchez está entre el pezón y la nana, mientras el virus sigue ahí en los armarios, como los miedos nocturnos. Sánchez y Ferreras, hablando flojito o chistando, fumándose uno a otro entre blandos cojines de una amistad como arábiga... El presidente sólo está ahora para posar desmayado o adoncellado, entre colchones de princesa de guisante, con Carlin de pedicuro o peinador, igual que Humbert Humbert, y Ferreras de confesor con escobón, como un San Martín de Porres rebañador. Va a ir Sánchez a que lo entreviste Vallés, teniendo ahí ese albornoz calentito, ese cómodo y pelusero periodismo batamanta.