En la Sagrada Familia, hecha de estalagmitas del cielo por fuera y de luz y savia por dentro, se celebran ceremonias prohibidas por la gravedad, por el virus o por Torra. El cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, presidente de la Conferencia Episcopal, príncipe de la Iglesia que parece disponer o vestir la canastilla del mismo Dios, ha sido sancionado por la Generalitat por dar misa allí como dentro de una burbuja del Paraíso, ignorando las burocracias terrenas. Torra tiene una pelea nerviosa contra el virus, como contra Madrid, y ha terminado metiendo en ella hasta a los peinadores de la Santísima Trinidad.

Torra no sabe ya si llama o espanta a los turistas, si coordina o despista a los ayuntamientos, si culpa a Sánchez o a Ayuso, si tiene que multar al hombre lagarto de la Barceloneta o a un cardenal de rezo alto y polifónico, así que lo hace un poco todo. Torra tiene que imponerse, como un emperador del Sacro Imperio, sobre señores, abades y papados, y no ha visto nada más grande que el Dios arborescente de la Sagrada Familia, donde los obispos y los ángeles parecen pájaros bajo la copa traslúcida de una acacia.

A Torra lo que parece haberle molestado más es que aquél no fuera su Dios ni aquélla su iglesia

Los motivos sanitarios no están muy claros, porque allí las terrazas se pueden ocupar a la mitad pero en las cenas de Dios sólo puede haber diez personas, casi como en la Santa Cena, justo para lo que da el panecillo, con tamaño de corazón de Jesús. El templo estaba a un cuarto de su aforo, a pesar de todo lo que cabe bajo la falda de Dios, y esta vez los oficiantes llevaban mascarilla, no era como en las iglesias de la peste, donde se propagaba la enfermedad entre miasmas de contrición. No es que las medidas de Torra sean incoherentes, cosa de la que lo ha acusado incluso Ada Colau, ni que haya topado con la Iglesia cervantinamente. Lo curioso, y quizá lo inevitable, es que a Torra lo que parece haberle molestado más es que aquél no fuera su Dios ni aquélla su iglesia.

Torra y los suyos tienen su Dios como tienen su virus, su ADN o su dinero, de otra sustancia o en otra caja. Torra puede ponerse laicista, que en realidad es ponerse evangélico, porque el principio de la laicidad lo enunció el propio Jesús: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Torra puede decir que el cardenal Omella o el obispo de Constantinopla tienen que cumplir las mismas normas que los demás. Lo que no puede es vincular la libertad de culto a la causa independentista: “Me parece muy bien que Omella apele a la libertad de culto religioso, pero (...) lamento que durante estos años no haya alzado ni una vez la voz para condenar la represión que vive Cataluña”, ha dicho Torra como de cátedra a cátedra o de altar a altar.

Ahora Torra se nos va a hacer de izquierdas cuando tira por la religión, y va a resultar que a él le gustan los curas de Cantinflas

 Torra no es que no crea en el Dios de Gaudí, que es rico y vivo como sus selvas y dragones de gemas y colores, es que no cree en el Dios de un señor de Teruel como es el cardenal. Omella ha venido a meter a un Dios de Teruel en Barcelona, y eso es lo que importa, no el virus ni las normas. Dios puede pasearse por la Barcelona infectada, por la Sagrada Familia que es un jardín de orquídeas de Dios con la altura de su nariz, pero siempre que no sea un Dios de Teruel, sino un Dios catalanista, con su dogma catalanista y su liturgia catalanista como un latín catalán. Torra dice que a él le educaron en la Teología de la Liberación, como si Cataluña fuera una favela; que le gustan los curas de barrio, los que están “al lado de los pobres y de los presos”, como un Dios de Los chunguitos. Ahora Torra se nos va a hacer de izquierdas cuando tira por la religión, y va a resultar que a él le gustan los curas de Cantinflas y los papas de Anthony Quinn. Pero todo es por no decir que él lo que no quiere es un Dios de Teruel, estando el Dios pujolista de Montserrat, que es una mezcla de Dios tribal, Dios de los Borgia y Dios culé.

Ellos tienen su Dios como tienen su virus, y ese Dios no parece un señor de Teruel perdido en la Sagrada Familia como en el Barrio Gótico. En Montserrat, con abades adeptos, con retablos de infiernos ideológicos, allí al lado de los Pujol con cirio fariseo, allí es donde ha rezado Torra, más que en los barrios con iglesias como gimnasios o naves de ferralla. Torra multa, pero si llega a ser Puigdemont lo mismo secuestra al cardenal como Napoleón secuestró a Pío VII. Sí, ellos tienen su Dios como tienen su virus, y hasta van unidos. Su Dios y su plaga, su Dios y su cayado de serpiente, su Dios y su Moisés un poco tirolés, o sea Puigdemont. Se multa la misa del cardenal más por española que por infecciosa. Quizá no hay diferencia y por eso ellos lo purifican con la misma lejía, el mismo hisopo y el mismo fuego.

En la Sagrada Familia, hecha de estalagmitas del cielo por fuera y de luz y savia por dentro, se celebran ceremonias prohibidas por la gravedad, por el virus o por Torra. El cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, presidente de la Conferencia Episcopal, príncipe de la Iglesia que parece disponer o vestir la canastilla del mismo Dios, ha sido sancionado por la Generalitat por dar misa allí como dentro de una burbuja del Paraíso, ignorando las burocracias terrenas. Torra tiene una pelea nerviosa contra el virus, como contra Madrid, y ha terminado metiendo en ella hasta a los peinadores de la Santísima Trinidad.

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