“Los homosexuales tienen derecho a estar en una familia porque son hijos de Dios”. Estas simples 14 palabras, pronunciadas por el Papa Francisco en un documental que ha visto la luz en Roma en esta última semana, suponen uno de los mayores “golpes de timón” en la historia de la Iglesia Católica en los últimos veintiún siglos.

Como homosexual y ateo reconocido, no puedo dejar de congratularme por este nuevo avance, aunque aún sea insuficiente. Quiero por ello, desde esa doble condición, que mi artículo de esta semana sirva como un nuevo homenaje por mi parte, a ese liderazgo “rompedor” y transformador que encarna Jorge Mario Bergoglio en la esperanza que no sea ‘puro marketing’ y que el cambio sea real, ojalá uno de los muchos que necesita la Iglesia Católica para estar al paso de los tiempos.

Nunca, jamás, ninguno de los herederos de Pedro, se había atrevido a tanto. A lo largo del metraje del documental Francesco, estrenado en esta pasada semana en el Festival de Cine de Roma, el Pontífice ha reflexionado largamente sobre esta realidad, para concluir con algo tan obvio como que las parejas compuestas por personas del mismo sexo, como cualquiera otras, deben gozar de un reconocimiento legal. Francisco ha instado además a la Iglesia a proteger al colectivo LGTBI “porque tienen el mismo derecho que los demás a tener una familia y no se les puede echar por eso”.

Siendo arzobispo de Buenos Aires, en 2010, Bergoglio se opuso a la legalización del matrimonio homosexual

Conviene aclarar, en aras a la precisión más absoluta, que el romano Pontífice no reconoce estas uniones como “matrimonio”. No se olvide que, siendo arzobispo de Buenos Aires, en 2010, Bergoglio se opuso a la legalización del matrimonio homosexual. Pero el volantazo es, vuelvo a repetirlo, absolutamente histórico.

La línea episcopal, mantenida secularmente de forma invariada -y casi parecía que invariable- y el propio corpus doctrinal de la Iglesia Católica, siempre ha sostenido casi como dogma la negación a cualquier apertura a las uniones entre personas del mismo sexo: “Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil; tienen derecho a estar cubiertos legalmente. Yo defendí eso”. Con esta frase literal remataba el Papa su declaración que yo me atrevería ya a calificar como un “tsunami doctrinal”.

Un ciclón llamado Francisco

Las declaraciones del máximo responsable de la Iglesia Católica al periodista ruso Eugeny Afineesvsky han caído como una bomba entre los cimientos de la Columnata de Bernini. Era de esperar. Tres días después de la proyección del documental, aún seguimos esperando una reacción oficial, sin ir más lejos, del mismísimo Departamento de Comunicación del Vaticano.

Han sido miles los requerimientos de declaraciones, de puntualizaciones, de respaldo, desde todos los rincones del mundo… sin resultado. Tan solo la callada por respuesta. Digo miles, y digo bien, en lo que a medios de comunicación se refiere, que esperan como es natural una ampliación de las valoraciones del Papa… o una matización si la hubiera, o quien sabe si una rectificación.

Quiero que todos los ciudadanos puedan tener el derecho a formar una familia. El mismo derecho.

Pero debo añadir, que son muchísimas más, miles de millones, las peticiones silentes de católicos que en la pura intimidad personal de sus creencias anhelan confirmar el alcance de estas palabras del valiente Papa argentino.

Este silencio oficial no puede encubrir el terremoto desatado y algunos dedos señalan ya, por ahora en privado, al periodista como autor de una “manipulación”. Se dice, “sottovoce” que el corto ha sido editado con material que, en parte, procedería presuntamente de una entrevista anterior concedida por Jorge Bergoglio a la cadena mexicana Televisa.

Se añade incluso que se habría llegado a montar alguno de sus “totales” (declaraciones de un entrevistado, en el argot televisivo) con varios insertos de imagen que encubrirían supuestos cortes y que habrían podido alterar el sentido final de las palabras de Francisco.

Sea como fuere, la polémica, que me temo que seguirá viva durante mucho tiempo, no puede encubrir ni acallar el fondo de la cuestión. Por mi parte, creo que estoy obligado a dejar muy claro que no me gustan las leyes aparte para los homosexuales. No quiero un matrimonio diferente para los homosexuales, ni uniones civiles diferentes para los homosexuales. Quiero que todos los ciudadanos puedan tener el derecho a formar una familia. El mismo derecho. Creo que no es mucho pedir, ¿no?

¿El panorama mundial? Desolador

Si echamos un vistazo rápido a la situación mundial, el panorama es, sencillamente, para echarse a llorar. De los 195 Estados que existen hoy en el mundo, ni siquiera en 40 de ellos está legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tan es así que la homosexualidad es ilegal en más de 70 países. Aunque parezca increíble, esto ocurre en pleno siglo XXI.

Para que no todo sea un paisaje en tonos oscuros, también me apetece destacar, como contribución personal hacia estos países, algunos que han sido pioneros de forma destacada en el reconocimiento de los derechos LGTBi. Abriré esta lista con Canadá, como primer país de América del Norte en hacerlo, en 2004.

La homosexualidad es ilegal en más de 70 países. Aunque parezca increíble, esto ocurre en pleno siglo XXI

Dos años después, Sudáfrica se convertía en el primer país africano en seguir el mismo camino. En 2009 Noruega fue el primer país nórdico en el reconocimiento de nuestros derechos y Argentina en 2010 o Nueva Zelanda en 2013, pionero en la región Asia-Pacífico. No me olvidaré de Taiwán que, en 2019, hace por lo tanto no más de un año, fue el primer país asiático en abrirse también a esta imparable realidad. Tanto Sudáfrica como Taiwán son las honrosas excepciones en sus respectivos continentes.

El último país en reconocer el matrimonio en personas del mismo sexo fue Ecuador, tras un fallo histórico de su Corte Constitucional a favor de este derecho. Cabe añadir que en los EEUU, Puerto Rico y México está, más o menos, reconocido… pero solo en algunos de sus Estados y desde 2015.

La ilegalidad y la muerte por ser gay

La cruz de esta vergonzosa moneda sigue estando en tantos y tantos Estados en los que la homosexualidad es delito e incluso es motivo de pena capital. Morir por ser gay es aún hoy lamentablemente posible en once países del mundo: en Arabia Saudí, Sudán, Yemen, Irán, la mayor parte de los Estados de Nigeria y Somalia, con total seguridad.

En Mauritania, Qatar, Emiratos Árabes, Pakistán y Afganistán, ser homosexual es contar también con un buen número de papeletas para ser condenado a muerte. Hay que añadir a esta ignominiosa lista los nombres de 26 países más en los que la condena por este motivo supera ampliamente los diez años de cárcel y otra treintena en los que el castigo penal no es inferior a los ocho años de prisión. ¿Terrible? Real.

Especialmente sangrante es la situación de Chechenia, como he denunciado reiteradamente en muchos de mis artículos e intervenciones públicas en medios en los últimos años. Allí existen auténticos campos de concentración para homosexuales y las persecuciones y torturas están a la orden del día. En algunas localidades se practica abiertamente “la caza del homosexual”. Como se ve, las cacerías humanas no son una cuestión de la Edad Media, y sigue muy vigente, aunque parezca mentira, en pleno 2020.

Morir por ser gay es aún hoy lamentablemente posible en once países del mundo

Reitero, porque me parece que le da una especial nota distintiva a mi pieza de liderazgo de hoy, que desde mi doble condición de no creyente y homosexual, no puedo dejar de felicitar a este Papa, aunque su valentía aún no sea suficiente, como ya he explicado. Tiempo tendrá, sin duda, el bueno de Francisco para ir más lejos. O al menos así se lo deseo.

Pero su audacia a la hora de acomodar un mensaje y un cuerpo doctrinal -que respeto pero que no puede por menos de resultarme algo caduco en muchos aspectos en pleno siglo XXI- viene a arrojar luz sobre las sombras dejadas por otros Pontífices, pongan los nombres que deseen, en un pasado muy reciente y contribuyen a desempolvar las viejas estructuras de una Iglesia que, necesariamente, está “condenada” a modernizarse si quiere seguir ocupando un lugar en lo más íntimo del corazón y de las creencias de millones de personas en todo el mundo.