Esto es lo más llamativo y lo más grave de lo sucedido la semana pasada en el Congreso de los Diputados: la facilidad pasmosa con la que el Parlamento español ha renunciado con apenas un par de protestas a ejercer una de sus labores constitucionales más decisivas como es el control por el Poder Legislativo de la acción del Poder Ejecutivo. Y nada menos que durante seis meses, tiempo en el que algunos de los derechos fundamentales recogidos en nuestra Constitución estarán limitados y probablemente suspendidos si la situación  de la pandemia no mejora.

Durante ese tiempo larguísimo el Congreso de los Diputados no tendrá nada que decir más que sentarse a escuchar las explicaciones que tenga a bien dar el ministro de Sanidad Salvador Illa y cada dos meses, y como gran concesión, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Pero serán eso, meras explicaciones graciosamente concedidas por el Poder Ejecutivo a un Poder Legislativo completamente mudo porque no tendrá la opción de votar y, en consecuencia, de autorizar o denegar al Gobierno la duración de este estado excepcional y tampoco de respaldar o denegar el apoyo a las medidas que debería haber asumido personalmente Pedro Sánchez en tanto que jefe del gabinete pero que, sin embargo, ha cedido totalmente a los presidentes de las autonomías

Esto no es aceptable en ningún sistema democrático y no hay razón alguna para que se haya instaurado esta anomalía que se quiere “normalizar” como si fuera una medida común entre los países que nos rodean. Porque esto no pasa en ningún sitio, no ocurre en ninguna democracia parlamentaria como es la nuestra.

En un gesto puramente cesarista, Sánchez ha decidido que sea el ministro de Sanidad el que toree este morlaco en la parte que le quede al Gobierno por torear, que es muy poca

Lo peor de lo sucedido, de lo perpetrado, son los motivos por los cuales el presidente del Gobierno se ha propuesto y ha conseguido con escandalosa facilidad imponer a un Parlamento domesticado por distintos intereses particulares un silencio injustificable y una neutralización que choca de frente con el principio de la separación de los Poderes del Estado y su normal funcionamiento.

Y el motivo es que a Pedro Sánchez le es más cómoda esta fórmula  porque así no se tiene que afanar cada 15 días o cada mes en subir a la tribuna del Congreso a defender con argumentos la necesidad, en su caso, de prolongar el estado de alarma y justificar con razones jurídicas o políticas por qué en todo este tiempo desde que empezó la pandemia el Gobierno no ha querido asumir la tarea a la que se comprometió de modificar determinadas leyes de rango ordinario que permitieran a las comunidades autónomas restringir determinadas libertades y derechos bajo el amparo de la ley.

No, Sánchez no quiere molestias y no quiere desgastes -y éste de la pandemia va a pasar una abultada factura a quien esté al frente de la batalla- y en un gesto puramente cesarista ha decidido que sea el ministro de Sanidad el que toree este morlaco en la parte que le quede al Gobierno por torear, que es muy poca. Y además que sean los dirigentes territoriales quienes asuman toda la responsabilidad y paguen consecuentemente el precio de enfrentarse a la pandemia.

No es seguro, más bien es muy dudoso, que la Ley Orgánica que regula los estados de alarma, excepción y sitio permita al Gobierno la licencia de considerar que éste del coronavirus es un problema que afecta a cada una de las 17 comunidades y las dos ciudades autónomas y, por lo tanto, está autorizado por esa Ley a delegar en cada uno de los presidente autonómicos la competencia para asumir la dirección de la batalla contra el virus.

Y es dudoso porque, al final, estamos ante una trampa evidente. Hay que tener una voluntad clara de retorcer mucho la letra y el espíritu de la ley para trocear en 19 partes un problema que afecta a todo el país en su conjunto y que es gravísimo, por lo cual requiere absolutamente un mando único aunque se compartan las competencias.

Esto se hace para burlar la ley y poder abdicar así de las responsabilidades que competen básicamente al Gobierno central y más concretamente al jefe del Ejecutivo, a Pedro Sánchez. Pero él no quiere desgastarse porque no tiene más objetivo que perdurar en el poder.

Por lo tanto, ni va a ocuparse de liderar la lucha contra el virus, como sí están haciendo líderes tan distintos como Angela Merkel, Emmanuel Macron o Boris Johnson, ni va a comparecer ante los representantes de la soberanía nacional para pedirles el acuerdo a las medidas que hayan de tomarse, incluida la prolongación sucesiva del estado de alarma, ni va a asumir tampoco la responsabilidad de adoptarlas.

Cuando termine la batalla contra esta terrible pandemia que nos está devastando a todos, estaremos institucionalmente mucho más enfermos de lo que estuvimos nunca

En el campo de la lucha contra el virus más mortífero que ha padecido el mundo en un siglo y que está arrasando las vidas de muchos españoles y devastando la fortaleza económica del país,  Pedro Sánchez ni está ni se le espera porque él ha decidido hacer mutis por el foro, gesto que se plasmó plásticamente sin necesidad de mayor comentario el pasado jueves cuando se votaba la extensión del estado de alarma hasta el mes de mayo.

Gestos así son un insulto a los ciudadanos, a la oposición y a nuestro sistema democrático. Un sistema que está evidentemente ya muy enfermo cuando permite sin mayor escándalo que el Poder Legislativo se disuelva, se neutralice, haga el mismo mutis por el foro que el propio presidente y otorgue mansamente la capacidad de hacerle callar a quien además, y para mayor escarnio, también abdica de sus propias obligaciones.

El daño que estos comportamientos -y otros más de los que ya hemos hablado muchas veces- están haciendo al sistema es enorme. Cuando termine la batalla contra esta terrible pandemia que nos está devastando a todos estaremos institucionalmente mucho más enfermos de lo que estuvimos nunca. Y esa enfermedad institucional será tan difícil de superar, o más, como la que habrá provocado el virus.

Esto es lo más llamativo y lo más grave de lo sucedido la semana pasada en el Congreso de los Diputados: la facilidad pasmosa con la que el Parlamento español ha renunciado con apenas un par de protestas a ejercer una de sus labores constitucionales más decisivas como es el control por el Poder Legislativo de la acción del Poder Ejecutivo. Y nada menos que durante seis meses, tiempo en el que algunos de los derechos fundamentales recogidos en nuestra Constitución estarán limitados y probablemente suspendidos si la situación  de la pandemia no mejora.

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