Esta Nochebuena tan rara y tan triste, con tantas ausencias, y no sólo las de los familiares que han muerto sino las de quienes no pueden, o no se atreven -con mucha razón- a reeditar las amplias y concurridas reuniones familiares de toda la vida, tiene este año para muchos españoles, seguramente para la mayoría, un alto interés concreto: casi todos estamos deseando, mucho más que en años anteriores, escuchar al Rey en su discurso de esta noche.

Y eso es así porque esperamos -empujados por una insistencia política constante del socio de Gobierno del PSOE, que tiene un claro objetivo desestabilizador- que el Jefe del Estado se lance una vez más a abordar la cuestión institucionalmente difícil y personalmente insoportable por lo dolorosa, de las noticias conocidas sobre las actividades económicas, presuntamente fraudulentas, de su padre Juan Carlos I.

La cuestión es que el Rey Felipe ya se ha manifestado en dos ocasiones al respecto. La primera, y muy importante porque el Monarca fijó ahí su posición de rechazo a las presuntas oscuras andanzas económicas de su padre, fue en marzo pasado, cuando anunció que le retiraba la asignación anual con cargo a los presupuestos de la Casa y dejaba también constancia de que no había tenido conocimiento ni participado en actividades no acordes, decía el comunicado del Rey, con “los criterios de transparencia, integridad y ejemplaridad que informan su actividad institucional y privada”.

Obsérvese que hace ahí la distinción entre su labor como jefe del Estado y sus actividades privadas a las que otorga igual trascendencia en lo que se refiere a la ejemplaridad exigible. Lo que implica su convicción de que el Rey no tiene una vida privada, al margen de las relaciones familiares, que sea ajena a sus obligaciones.

La segunda vez que Felipe de Borbón dio explicaciones a los españoles fue en agosto, cuando fue la Casa del Rey la que asumió e informó a la población de la carta que Juan Carlos I había enviado a su hijo para comunicarle de que había decidido abandonar temporalmente España para “facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad”, decía el viejo rey.

Se ve que el pueblo, la gente, que diría nuestro vicepresidente del Gobierno, quiere más. ¿Qué se quiere, que condene a su padre de palabra después de haberlo hecho ya por escrito?

Pronto se supo que su salida del país había sido insistentemente pedida por el Gobierno, pero era evidente que Juan Carlos de Borbón no pone tierra de por medio si no es el Rey quien se lo indica, lo cual se traduce en que se lo ordena.

Después de esto, ¿qué más se quiere pedir al Rey Felipe? ¿Qué mayor distancia se pretende que ponga entre él y su padre? Las noticias sobre las investigaciones en curso a propósito de la regularización fiscal van a seguir llenando las portadas de los periódicos, ocupando los minutos de las televisiones y de las radios y llenando las redes. Cada vez que eso suceda habrá alguien que, desde las filas de la ultraizquierda, pretenda colgarle al Rey una parte, por razón de consanguinidad, de la presunta ilegalidad, del presunto fraude cometido por su padre. Y volverá a pedir que el Jefe del Estado vuelva a condenar a su antecesor.

Esa es una técnica perversa que tiene como objetivo último debilitar el prestigio de la Institución a base de someter al titular de la Corona a la extensión de la sospecha expandida. Y esa estrategia se mantendrá a pesar de que los sondeos de opinión muestran un claro apoyo de la población al Rey Felipe y una desautorización radical a la ridícula afirmación de Pablo Iglesias según la cual las familias españolas estarán cavilando esta noche, dependiendo de lo que diga hoy el Rey, si son monárquicas o republicanas. Estamos, pues, ante un montaje antimonárquico ensamblado sobre una base inexistente.

Algo de eso, o quizá mucho, está en el origen de la demanda, casi de la exigencia, de que el Rey se refiera esta noche a su padre en su condición de ciudadano investigado por la Fiscalía. Y que vuelva a poner distancia con él como si no lo hubiera hecho ya. Pero se ve que el pueblo, "la gente", que diría nuestro vicepresidente del Gobierno, quiere más. ¿Qué se quiere, que condene a su padre de palabra después de haberlo hecho ya por escrito?

Lo que esta noche diga no podrá sino abundar en lo que ya dijo en marzo pasado y en el reproche evidente que subyace en la decisión adoptada en agosto contra los deseos de Juan Carlos I, que no quería abandonar La Zarzuela pero no tuvo más remedio que plegarse.  

No sería necesario que se volviera a distanciar del viejo rey salvo por el hecho de que se ha creado deliberadamente un clima de opinión que parece hacer depender la estabilidad de la Corona –y, por lo tanto, de la Constitución- del distanciamiento rotundo, radical, del hijo respecto de su padre. Y eso implica la existencia de un fondo brumoso de sospecha respecto de la impecable integridad de Felipe, que es del todo gratuito y calumnioso porque está basado en una evidente y clamorosa falsedad.

Es eso lo que se le está pidiendo al Rey, que desnude sus sentimientos a la vista del público ya que de sus principios ya ha dado buena prueba por escrito en las dos ocasiones citadas. Sólo por esa razón todos los ojos estarán puestos esta noche más que nunca en sus palabras. Y a mí me parece un abuso y, por lo mismo, innecesario y hasta cruel.

Esta Nochebuena tan rara y tan triste, con tantas ausencias, y no sólo las de los familiares que han muerto sino las de quienes no pueden, o no se atreven -con mucha razón- a reeditar las amplias y concurridas reuniones familiares de toda la vida, tiene este año para muchos españoles, seguramente para la mayoría, un alto interés concreto: casi todos estamos deseando, mucho más que en años anteriores, escuchar al Rey en su discurso de esta noche.

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