No tiene nada de sorprendente el que dentro de Ciudadanos surjan cada vez  más voces, por el momento anónimas pero que saldrán a la luz en el momento oportuno, que aboguen por un progresivo acercamiento al PP con el objetivo último de sumar sus fuerzas cuando se celebren las próximas elecciones generales.

El último escollo, la última prueba, es la que va a suponer las elecciones en Cataluña. A partir de ahí las cartas quedarán boca arriba sobre el tapete y el papel de Ciudadanos en la región que aupó a este partido hasta las puertas del Olimpo -que no otra cosa hubiera sido que Inés Arrimadas hubiera podido formar un gobierno constitucionalista en aquellos comicios decisivos de 2017 en los que Cs se alzó con la victoria electoral- marcará definitivamente su futuro en lo que se refiere a sus posibilidades de crecer como partido potente de ámbito nacional o acabar vegetando en un papel testimonial pero sin perspectivas reales de consolidarse como opción posible de gobierno en cualquiera de sus fórmulas.

Ciudadanos está a las puertas de convertirse en un partido irrelevante

Digámoslo de entrada: Ciudadanos está a las puertas de convertirse en un partido irrelevante, mucho más cuanto que en no pocos gobiernos autonómicos sus dirigentes ven con buenos ojos la posibilidad de acercarse al PP para continuar juntos el trabajo emprendido. Y lo mismo pasa en los consistorios en los que Ciudadanos forma parte del gobierno municipal en coalición con los de Pablo Casado.

Y cuando eso sucede, irremediablemente es síntoma de una muerte presentida o incluso vislumbrada. Eso le pasó a la UCD hasta el punto de que su propio presidente, Adolfo Suárez, abandonó el partido para fundar otro, el CDS, que tuvo un recorrido relativamente largo pero cada vez más pobre, debilitado y testimonial y que acabó 2o años después diluyéndose en la nada, antes de decidirse a formar parte del PP como hicieron la inmensa mayoría de los miembros de la ya extinta UCD que no se habían alistado en el PSOE.   

A Ciudadanos lo empezó a matar la decisión de Albert Rivera de, después de haber ganado las elecciones catalanas, no convocar una sesión de investidura en el Parlament que se sabía que no podría ganar pero que hubiera servido para dejar clara ante la opinión pública su determinación, respaldada por su victoria electoral, de convertirse en el definitivo refugio y en la fuerza de todos los catalanes no independentistas y defensores de la Constitución. Aquella fue también su oportunidad de recorrer todos los países de la Unión Europea desmontando, en tanto que partido ganador de los comicios, la estrategia trenzada durante años por los independentistas y mostrando con su victoria cómo la mayoría de los catalanes estaba del lado de quienes defienden la unidad de España y la Constitución.

Nada de eso se hizo y luego vino lo de la “banda” de Sánchez, gran argumento de Albert Rivera, secundado por cierto, y repetido hasta el aburrimiento por la propia Arrimadas, premonición que acabó convirtiéndose en un hecho tras las elecciones de noviembre de 2019 precisamente por la terca negativa del líder de Cs de hacer una propuesta al ganador de los comicios del mes de abril de un pacto PSOE-Ciudadanos que muchos electores de centro y otros tantos socialistas moderados pedían a gritos que se pudiera alcanzar.

Las elecciones catalanas son el último examen a la viabilidad de esta formación política de la que se han apeado muchos, demasiados, de sus más relevantes miembros

Puede que Sánchez hubiera rechazado la propuesta que le garantizaba la friolera de 180 diputados, pero no tuvo ni siquiera que molestarse en explicar al país las razones de su negativa –algo que hubiera requerido mucha y muy difícil argumentación- porque Albert Rivera se negó  en redondo a acercarse al ganador de las elecciones y proponérselo. Siempre desde entonces quedará abierta en el ánimo de los electores la incógnita de si este gobierno de coalición presidido por Sánchez e Iglesias no lo hubiera podido evitar el líder de Ciudadanos.

Ahí es cuando quedó muerto el partido naranja y los intentos de Inés Arrimadas por devolverlo a la vida no están teniendo éxito. Las elecciones catalanas son el último examen a la viabilidad de esta formación política de la que se han apeado muchos, demasiados, de sus más relevantes miembros, un síntoma claro de descomposición.

Nadie, ni tampoco sus dirigentes que luchan heroicamente por insuflar algo de vida a ese cuerpo moribundo, aspiran a otra cosa que no sea no perder la cara al modo en que Podemos la perdió en Galicia. Eso no sucederá pero a partir de los escaños obtenidos se podrá calibrar con bastante aproximación el destino final de ese partido.

El aplazamiento de los comicios catalanes tiene una razón meramente política, eso ya lo sabe todo el mundo, porque si en Estados Unidos, Francia, Alemania, Suiza, Australia o Israel, en los que se recurrió en algunos casos al voto por correo, se pudieron celebrar elecciones en medio de la pandemia, no había ninguna razón para no haber previsto esa eventualidad, sobre todo porque ésta no ha sido una convocatoria electoral por sorpresa sino al contrario, una muy largamente aplazada, también por interés político.

Ciudadanos ha respirado con el aplazamiento porque tiene tiempo para intentar recomponerse. Cuenta con la ayuda simbólica de los intelectuales que fundaron en 2005 el partido, pero ése es más bien un acto de misericordia o una operación de respiración asistida, o boca a boca, porque la realidad es que ese partido y el comportamiento de sus dirigentes les ha defraudado a ellos también. Y lo han dicho públicamente. Carrizosa y Arrimadas tienen dos meses y medio para intentar no resultar definitivamente humillados en las urnas.

Mientras tanto, en el PP, que saben que tienen a las puertas de su sede a no pocos antiguos e importantes dirigentes de Ciudadanos, no se harán movimientos bruscos y no se entrará a saco en las filas de la formación hasta después de las catalanas para no empujar a una resentida Arrimadas a reaccionar con dureza de modo que llegaran a deshacerse algunos gobiernos autonómicos y municipales de coalición –y que están funcionando a satisfacción de ambos partidos- antes de tiempo.

Otra cosa será cuando estos comicios de nunca acabar de Cataluña se celebren por fin en mayo, aunque no se fíen, que pueden atreverse a aplazarlos hasta septiembre, según como les vayan los sondeos a los de Puigdemont y a los de Junqueras.

A partir de ahí se abrirá un escenario muy amplio en el que todo será posible: una refundación del PP para acoger a Ciudadanos al completo previa negociación de principios y líneas ideológicas básicas compartidas; la absorción de buena parte de los dirigentes naranjas defraudados por los resultados y perdida la esperanza en el futuro del partido; una lucha desigual por lograr una mayor parcela de electores; la pérdida de gran parte de la militancia y de la dirigencia de Ciudadanos y la resistencia a la rendición de los últimos incondicionales entre acusaciones a los desertores de venderse por un cargo.

Todo eso es posible. Pero el sólo hecho de que entre las filas del partido naranja se escuchen frases como “quien no esté a gusto puede marcharse” habla, sin necesidad de dar mayores explicaciones, de la debilidad creciente de su cohesión interna. No tiene ninguna buena cara Ciudadanos, la verdad.

No tiene nada de sorprendente el que dentro de Ciudadanos surjan cada vez  más voces, por el momento anónimas pero que saldrán a la luz en el momento oportuno, que aboguen por un progresivo acercamiento al PP con el objetivo último de sumar sus fuerzas cuando se celebren las próximas elecciones generales.

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