El primer infectado detectado aquí fue un señor guiri, de los que se infectan con el sol, con las gambas, con la ensaladilla de abrevadero de los chiringuitos, o sea que parecía hasta normal verlo en el balcón del hotel con un postillón de luz colorada en la cara y un malestar moderado, como si sólo tuviera su resaca extranjera y merecida de sangría o de licor de lagarto. Únicamente la mascarilla que llevaba, aquella cosa que sólo veíamos en los quirófanos y en las películas, nos aportaba un repelús desconocido. Ha hecho un año de aquello, de aquel señor casi zoológico y de aquel virus que parecía piscinero como un hongo de los pies. Ahora, el simple desenfado en esta descripción nos duele. Ha cambiado todo. O casi todo. En realidad, los políticos y los responsables siguen haciendo lo mismo: negar y aplazar. Y los más incompetentes incluso son aprovechados como triunfitos pandémicos para la politiquilla regional o para esa iconografía pop que en España no ha mejorado desde Naranjito.

Todo ha cambiado, nuestro mundo, nuestro trabajo, nuestro ocio, nuestra intimidad, nuestra escala de la vida y de la muerte. Los que no han cambiado han sido los que tenían que salvarnos o aliviarnos de esta condena. Hace un año, Fernando Simón se nos acercaba a la pantalla como a vendernos clínex en un semáforo, golpeando el cristal con su mano de espantapájaros o de escoba, y decía aquello de que España "como mucho, no iba a tener más allá de algún caso diagnosticado". Hace unos días, decía que "la cepa británica, en caso de tener algún impacto, será marginal". Es el mismo, exactamente el mismo. No ha cambiado en nada, no ha cambiado ni su plumón.

Hemos pasado ya tres veces por la misma curva, por el mismo doblegamiento, por el mismo pico, por la misma meseta, por la misma desaceleración, y no ha cambiado el gesto de Simón de surfear con la mano o con el boli, ni su agónica indiferencia traducida en ronquera o en ganas de estornudarnos encima con su estornudo de heno en el pelo o de alergia al pistacho. Pronto hará un año desde que Simón, el santo Simón, Simón del desierto con casta lujuria de almendritas, dijo que "hay indicios de que esta enfermedad sigue sin ser excesivamente transmisible", que incluso había "posibilidades de que le epidemia empezara a remitir". En octubre habló de "posibles ondulaciones de la transmisión" y hace unos días nos recordaba que "la transmisión no se corta inmediatamente". Es el mismo, exactamente el mismo, no ha cambiado ni siquiera sus coletillas, sus estribillos de musical de gatos o deshollinadores bohemios. Incluso para muchos es un modelo, un extraño modelo de hombre, de político, de científico, entre peluche sexual, herbolario de comuna, buhonero de Barrio Sésamo y abuelo reencontrado.

Los políticos y los responsables siguen haciendo lo mismo: negar y aplazar. Y los más incompetentes son aprovechados como triunfitos pandémicos para la politiquilla regional"

Hace casi un año, el 12 de febrero pasado, Illa, ministro de ministerio maría, ministro de pasantía ministerial, como un sobrino de ministro metido a ministro, nos aseguraba que "se estaban tomando todas las medidas necesarias para hacer frente al coronavirus". Hace nada decía que "las medidas que se están tomando son suficientes", antes de lanzarse a la campaña catalana como a una campaña de rey mago municipal, soso y enchufado, como todos los reyes magos, como él mismo en su ministerio de sacar punta a los lápices o a los ataúdes. A propósito, tan cierto como que no hacían falta mascarillas, él no iba a ser el candidato a las elecciones catalanas. No, no ha cambiado nada. Es el mismo, exactamente el mismo. Ahí seguía Illa, moviendo el virus con la cucharilla, con idéntico gesto de lord con tetera, y ahí sigue, dispuesto a hacer lo propio con el nacionalismo catalán.

Hace un año ni siquiera salía Sánchez para estas cosas de segundones, cosas de practicantes como Simón o de ministros de máquina de coser de la abuela como Illa. Pero en marzo el presidente nos decía que teníamos que estar unidos para vencer al virus, en junio nos decía que habíamos vencido al virus por estar unidos, y el otro día, recibiendo a Feijóo, nos repetía que debían seguir trabajando unidos contra el virus. No, tampoco ha cambiado en nada. No ha cambiado ni el tipito Martini ni la vocecita de acomodador cursi ni los latiguillos con los que ventila la pandemia suba o baje, mande él en todo como desde el dirigible art déco del Gobierno o se esconda detrás de la cogobernanza como detrás de una gobernanta gorda que estuviera ahí de verdad. Es el mismo, mirándose las trenzas en los lagos y el culo en los escaparates, manejando con propaganda y morritos igual el fracaso en la pandemia que los pactos infames que sus nuevas canas de tanguista.

Ha pasado un año, hemos redescubierto nuestro miedo y nuestras tripas y hemos añorado el aire como piel y la piel como aire. Hemos desaprendido y reaprendido la vida mientras pasaban muertos en riada, decenas de miles de muertos, terribles, proféticos, reales y fantasmales como secos cebús que pasaran a miles por nuestras avenidas. Hemos deseado y odiado la vida mientras nos convertíamos en solitarios o desesperados o huérfanos o viudos o parados o arruinados o hambrientos vírgenes en el hambre y en la vergüenza del hambre. Hemos cambiado de fuera adentro y de dentro afuera. Hemos cambiado todos, hemos aprendido todos. Todos menos ellos, que siempre hacen lo mismo, que todavía están haciendo lo mismo y sólo le han dado la vuelta al calendario como a una partitura o a un colchón.

El primer infectado detectado aquí fue un señor guiri, de los que se infectan con el sol, con las gambas, con la ensaladilla de abrevadero de los chiringuitos, o sea que parecía hasta normal verlo en el balcón del hotel con un postillón de luz colorada en la cara y un malestar moderado, como si sólo tuviera su resaca extranjera y merecida de sangría o de licor de lagarto. Únicamente la mascarilla que llevaba, aquella cosa que sólo veíamos en los quirófanos y en las películas, nos aportaba un repelús desconocido. Ha hecho un año de aquello, de aquel señor casi zoológico y de aquel virus que parecía piscinero como un hongo de los pies. Ahora, el simple desenfado en esta descripción nos duele. Ha cambiado todo. O casi todo. En realidad, los políticos y los responsables siguen haciendo lo mismo: negar y aplazar. Y los más incompetentes incluso son aprovechados como triunfitos pandémicos para la politiquilla regional o para esa iconografía pop que en España no ha mejorado desde Naranjito.

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