Se diría que a algunos les sorprende que se suban a los coches exactamente como se subieron antes y que arrojen vallas exactamente como las arrojaron antes. El nacionalismo siempre está sorprendiendo a nuestros políticos moralistas o a nuestros moralistas de la política, y eso que no deja de repetirse, que todas sus batallas parecen reproducir las mismas fotos en mármol o en vivo, como escenas de Iwo Jima. Coches pisoteados como leyes, leyes apedreadas como coches; el discrepante acosado, marcado, agredido, expulsado de la ciudadanía, de la democracia; la democracia misma que empieza a entenderse y a predicarse sólo como coacción de las multitudes... El nacionalismo es consustancialmente violento, como un niño frustrado, pero esta violencia que además se repite como invariable coreografía no puede sorprender más que a los hipócritas.

Han atacado a Vox en Cataluña y la escena nos parecía repetida porque lo era, como si se hubiera subido encima del coche a dar patadas Tom Cruise. Pero la condena de la violencia no es lo que esperamos. Ya no estamos en ese punto, no estamos en un jardín con pamelas y sombrillitas en el que ha irrumpido de repente la violencia como un exótico e inimaginable tigre en un cuadro de Renoir. El Partido Socialista, además, tibio como su rosa de invernadero, se ha apresurado a aclarar que ellos condenan toda la violencia, venga de donde venga y en ese plan, o sea, en nuestro ejemplo, venga de un exótico tigre o venga del sadismo de los dueños del jardín. No, ya no se trata sólo de condenar la violencia, cosa que debería estar asumida en un Estado de derecho, sino de condenar la pasividad, y también la sorpresa, ante la violencia como cotidianidad, como método, como martilleo totalmente dirigido y unidireccional, como política en fin.

Los nacionalismos, la ultraizquierda y la ultraderecha ya sabemos que siempre encontrarán a un guerrillero con canana del pueblo o con mosquetón de la patria, a unos líderes con recios ideales o filosofías o melancolías, o a una masa con puños o banderas o dioses en lo alto a los que se les permitirá la violencia en nombre de la gran causa. Esas ideologías aún están aquí, gobiernan incluso, y todavía no hemos alcanzado la madurez democrática para convertirlas en insignificantes. Esto es doloroso, pero no sorprendente. Por eso, esa sorpresa sólo esconde disimulo y complicidad. Hay que empezar a condenar no sólo la violencia, sino la sorpresa ante la violencia. O sea, hay que empezar a condenar la consideración anecdótica de una violencia sistemática, repetida, recurrente, política, casi monumental, que viene con gloria nacional como lo de Iwo Jima que yo decía. No hay que condenar sólo la pedrada, la pira, el golpe, la coacción, la pintura de mierda o sangre en las puertas o en las frentes, hay que condenar el nacionalismo. Al menos, mientras siga usando la pedrada, la pira, el golpe, la coacción y la pintura de mierda o sangre en las puertas o en las frentes.

El Partido Socialista, además, tibio como su rosa de invernadero, se ha apresurado a aclarar que ellos condenan toda la violencia, venga de donde venga y en ese plan

Se diría que a algunos les coge por sorpresa la violencia, esta violencia tan conocida, tan previsible, casi cosmológica. Incluso tienen estas buenas almas un ciclo que recorren con tanta complacencia como el ciclo melancólico de los nacionalismos. Ante la violencia, estas buenas almas pasan sucesivamente por la sorpresa, la indignación, el dolor, la comprensión, la culpa, la negociación y el perdón. Llega un momento en que se preguntan en qué se equivocaron para provocar la violencia de los violentos, y negocian y otorgan para que no vuelva a producirse. Es justo cuando la violencia les vuelve a sorprender. Y lo repiten todo de nuevo, con tanta fidelidad como los otros repiten su violencia ritual.

Los nacionalismos en realidad son estáticos, no tienen más memoria que unos hitos de melancolía a los que vuelven a pesar de todos los errores, olvidando todos los errores. Por eso parece que sólo se persiguen a sí mismos, como un perrillo con un lazo amarillo en el rabo. Lo que uno no cree ya es que las otras buenas almas, esos tibios o esos equidistantes que vuelven al punto de partida con cada adoquinazo y cada “apreteu”, también hayan perdido la memoria. No, la verdad es que la violencia les sorprende tanto como a los nacionalistas. Podemos y los nacionalismos tienen ya los mismos objetivos. Los nacionalismos, Podemos y el PSOE, siquiera objetivos convergentes. Claro que se suben a los coches exactamente como se subieron antes y arrojan vallas exactamente como las arrojaron antes. La sorpresa ya sólo puede entenderse como hipocresía. Para condenar la violencia basta con ser civilizado. Para ser más sutiles, y útiles, habría que condenar, sobre todo, la sorpresa.

Se diría que a algunos les sorprende que se suban a los coches exactamente como se subieron antes y que arrojen vallas exactamente como las arrojaron antes. El nacionalismo siempre está sorprendiendo a nuestros políticos moralistas o a nuestros moralistas de la política, y eso que no deja de repetirse, que todas sus batallas parecen reproducir las mismas fotos en mármol o en vivo, como escenas de Iwo Jima. Coches pisoteados como leyes, leyes apedreadas como coches; el discrepante acosado, marcado, agredido, expulsado de la ciudadanía, de la democracia; la democracia misma que empieza a entenderse y a predicarse sólo como coacción de las multitudes... El nacionalismo es consustancialmente violento, como un niño frustrado, pero esta violencia que además se repite como invariable coreografía no puede sorprender más que a los hipócritas.

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