Adiós al Marqués de Galapagar, al macho alfa con nabo de naipe español, al neocomunismo que nació como la moda de las Mamachicho o de los pantalones cagados. Pablo Iglesias se ha rendido. Ha rendido su mochila de chapas y deuvedés, ha rendido su espalda vietnamita y ha rendido su moño ya deshecho, de samurái caído sobre su sangre japonesa de cinta, tapetillo y cascabeles. Se va porque lo iba a echar Sánchez de todas formas y porque un revolucionario de cafetín y barricada, de puñitos en alto como mecheros de baladita y de calle rodada por fardos en llamas, se veía en el Gobierno como en la Real Academia, sentado en un sillón como sentado en una sopera. Se va, vencido o cobarde o inútil, el político que iba a asaltar el cielo pero luego prefirió un tablaíllo a una vicepresidencia. Se ha rendido o ha perdido la chaveta y se va del Gobierno para chocar contra un autobús o una fuente municipal, como un repartidor de kebabs, como un anarquista de tranvía. Se va a Madrid como aquel loco de la canción de Sabina enamorado de la Cibeles, con un anillo para Ayuso mangado en El Corte Inglés.

Pablo Iglesias se ha rendido o ha petado. No sé cómo va a salvar a un partido, a Podemos, dejando esa lección de que cuando se llega por fin al poder hay que abandonarlo para montar un puesto de castañas explosivas o un Frente Judaico Popular contra el fascismo de la Gran Vía y el Wall Street de Doña Manolita, o algo así. Tampoco sé cómo se va a salvar él quedándose en el gallinero de la Asamblea de Entrevías, contemplando los tendederos de su juventud vallecana. Él, que quiso reinventar el comunismo desde sus palitroques (los círculos y tal) hasta la dacha, que denunciaba el Régimen corrupto del 78 con una especie de prognatismo dinástico opuesto al prognatismo dinástico de las monarquías, que iba a sustituir las cloacas del Estado por las suyas y a poner a Florentino de portero de hotel, de repente siente que tiene que dejarlo todo para luchar contra una muñeca repollo de la derecha en Madrid porque personaliza el Fascismo como la dueña del café de La colmena.

Yo creo que Pablo Iglesias ha ido a Madrid a morir como un torero, en la plaza más grande, ante tiesos y aristócratas y señoritas con la frente de porcelana y la virginidad en unos muslos de encaje de abanico. Iglesias no está pensando en el partido ni en España, sino en su película de torero. Aquellos cielos suyos que iba a asaltar no eran cielos obreros ni de clase, sino cielos de maletilla. Llegó casi a lo más alto, a una vicepresidencia del Gobierno, pero eso era como un puesto en Correos para un artista matador. Yo recuerdo mucho aquel día de la investidura de Sánchez, cuando me crucé con Iglesias por aquellas escaleras decoradas igual que poncheras y él estaba llorando ingenua y sinceramente. Subía pensando quizá que allí estaba ese cielo suyo, entre tiros de Tejero y dioses de baño turco, pero allí sólo había escoberos y la grada en la que nos sentamos los plumillas, en sillones un poco pomposos en los que el cronista se ve como un raro rey mago. Yo creo que Iglesias se vio en el Gobierno en esa misma silla de rey mago municipal, con manos de caramelo de café con leche y barbas de estropajo. Eso no era revolución ni era triunfar ante la bestia, la del toro o la del Fascismo o la del Ibex, eso era como terminar de mascota de un equipo de futbito.

Se va a Madrid como aquel loco de la canción de Sabina enamorado de la Cibeles, con un anillo para Ayuso mangado en El Corte Inglés

En Madrid se muere bien, habrá pensado Iglesias. Bajo las sombras de aviación de sus edificios, como las sombras de la embestida del toro, o en los mismos brazos de la Cibeles, como en los de la madre, con nana de agua. Morir contra un Minotauro de la derecha, una fiera de ojos como minas que tiene más presencia que argumentario, en la línea de la nueva política. En Madrid se puede morir uno de una manoletina, mejor que morir en el atril nacional de la Moncloa, como un violinista viejo o expulsado, o ante un juez que te cite sin épica, estropeando el heroísmo como un juez estropea una boda. Ese romance de valentía es lo que le queda a Iglesias, no porque se haya aburrido sino porque se ha dado cuenta de que lo que él quería no estaba en los Gobiernos a medias ni en los ministerios todo conserjes, y ya es tarde y él se ha aburguesado demasiado para empezar otra vez desde la tele y la carpetilla y la gente entendida como compradora de detergente barato.

Iglesias ya está acabado, no sé qué rayo le ha cruzado la sien, rayo de locura o de lucidez, pero se va, quizá a convertirse en ángel caído para el paseo de los enamorados madrileños o de la izquierda cursi, que es la mayoría. Tuvo fama, tuvo un poder total y como capilar entre los suyos, como un Gran Kan de moño mongol, fue revolucionario y zar, tuvo lujos y harenes, intentó desestabilizar la democracia desde dentro con mañas de vieja y trucos de sofista, pero incluso con su vicepresidencia, desde la que se asomaba como desde una silla de barbero, su popularidad decaía y su partido moría, por radical o por inútil. Su película contaba con cosas que no existían o se extinguieron, desde un comunismo de pan de pueblo a un franquismo de barco de botella. A ellas aplicó las cataplasmas de los posmarxistas, basadas en la hegemonía y los significantes vacíos, el totalitarismo como de lotero de Gramsci y Laclau, más un cesarismo guerrillero y cojonciano. Todo fue una película, pero consiguió asustarnos.

Pablo Iglesias se rinde pero no desaparece. Su fracaso debe compensarse con una muerte heroica, y qué mejor que ante la gorgona de Ayuso. Así que ahí va, a estrellarse contra la Cibeles o a atacar a las palomas de Tetuán con un sable de paseo. Seguramente el partido no le sobreviva, o le sobrevivirá como otra IU para botellones republicanos. Qué más da. Iglesias sólo quiere terminar su película ensartado como Manolete o como el Espartaco apócrifo. Luego, la pensión y, como en el Calígula de Camus: ¡a la historia! Sea como vencido, como cobarde o como inútil.

Adiós al Marqués de Galapagar, al macho alfa con nabo de naipe español, al neocomunismo que nació como la moda de las Mamachicho o de los pantalones cagados. Pablo Iglesias se ha rendido. Ha rendido su mochila de chapas y deuvedés, ha rendido su espalda vietnamita y ha rendido su moño ya deshecho, de samurái caído sobre su sangre japonesa de cinta, tapetillo y cascabeles. Se va porque lo iba a echar Sánchez de todas formas y porque un revolucionario de cafetín y barricada, de puñitos en alto como mecheros de baladita y de calle rodada por fardos en llamas, se veía en el Gobierno como en la Real Academia, sentado en un sillón como sentado en una sopera. Se va, vencido o cobarde o inútil, el político que iba a asaltar el cielo pero luego prefirió un tablaíllo a una vicepresidencia. Se ha rendido o ha perdido la chaveta y se va del Gobierno para chocar contra un autobús o una fuente municipal, como un repartidor de kebabs, como un anarquista de tranvía. Se va a Madrid como aquel loco de la canción de Sabina enamorado de la Cibeles, con un anillo para Ayuso mangado en El Corte Inglés.

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