Hasta en los modernos coches en silencio, los trenes hablan. Me sucedió hace unos días, en un trayecto desde el sur. El tren había partido de Málaga con una legión de veraneantes tostados por el sol ocupando los asientos. Los retornados regresaban mudos y taciturnos, como si fueran las huestes de un batallón en discreta retirada, magullados y exhaustos del combate. Los restos fueron a parar al vagón en silencio, como completos "Inconnu au bataillon", como si jamás hubiesen figurado en listado alguno.

Mientras las ventanas proyectaban las llanuras amarillas de La Mancha, los soldados extraviados dormitaban sobre sus butacas, ajenos al doloroso desembarco en Atocha. “Inacabable mapa de reposo,/ sacramental llanura:/ de más la soledad y la hermosura”, escribió Miguel Hernández en un viaje en tren por los confines manchegos. Sobre los andenes de Córdoba, azares del destino, el tren estacionado enfrente había arrojado la instantánea opuesta: una barahúnda de cuerpos subiendo alegres a los vagones. El ferrocarril anejo prometía lanzar a la despreocupada tropa, sin más armadura que unas sandalias y uno desahogados bolsos, en la estación de Sants. A que cada cual libre sus guerras o sus desbandadas, sin padecer el rigor de los “trenes botijo” de antaño, cuando para saciar la sed y la canícula de interminables trayectos, los viajeros añadían a sus equipajes unos botijos de agua fresca.

Los trenes hablan y cuentan, entre vías, veranos pasados. Uno de mis estíos infantiles está asociado al traqueteo de una línea regional, hoy arrollada por la ruidosa irrupción de la Alta Velocidad. La estación en la que mis padres decidieron iniciar el trayecto desapareció del mapa hace ahora ocho veranos. Hoy, como otras tantas desperdigadas por la geografía nacional, mantiene su armazón vacío. Los trenes pasan veloces, sin tentación alguna de detenerse en sus apeaderos. Las estaciones huérfanas de viajeros son la España vaciada de raíles, geografías que perdieron la batalla y sangran hoy por las costuras de la rendición. La estación actual más cercana a aquella congelada en un recuerdo estival es un moderno edificio de techos altos y cristaleras que lanza a quienes se detienen entre olivares, un páramo equidistante de cualquier pueblo próximo por decisión de los despachos que, caprichosos, trazaron la línea para contentar a todos.

Los trenes son, a menudo, un trasunto de la vida que discurre al otro lado de las ventanillas. El expreso que conecta El Cairo con Alejandría, otrora destino estival de la jet set egipcia, es un sin vivir. Por los pasillos del “asbani” (el español, en árabe), el servicio más rápido que ofrece la bendición del aire acondicionado en la primera y la segunda clases, cruza una muchedumbre que aprovecha las escalas para vocear a los cuatro vientos su oferta de altramuces, tortitas de frutos secos, periódicos, revistas y libros. Los vendedores ambulantes pasan fugaces, como trenes sin maquinista, preocupados por -a contracorriente- quedarse en tierra. El trayecto, que carece de duración estable, transporta a los cairotas a una urbe que vivió a todo tren y hoy, en cambio, malvive del esplendor perdido.

Los “¡cua, cua, cua!” llegan a competir con la bocina del tren entre las entrañas de la estación

Sus raíles, al menos, siguen llegando a destino. Y los vagones más humildes continúan vivos. Tan literalmente vivos que no resulta extraño que los pasajeros compartan asientos con los parpeos de los patos. Los “¡cua, cua, cua!” llegan a competir con la bocina del tren entre las entrañas de la estación de Sidi Gaber. Existen, sin embargo, vías muertas. E, incluso estándolo, hablan de lo que fue, lo que se desvaneció. Visité hace unos años la estación de Alepo. El personal ferroviario seguía en sus puestos, pertrechados de sus uniformes, pero no había rastro del tren que desde 1912 había circulado por la “Gare de Bagdad” con la promesa de discurrir desde Berlín hasta Bagdad. Un siglo después de su inauguración, la guerra civil detuvo el servicio.

Tras un largo lustro de parálisis, el ferrocarril ha vuelto a los raíles pero sus billetes solo despachan trayectos dignos de cercanías, una de las muestras más descarnadas de un país despedazado en taifas. Un territorio que -como la vecina Irak- suspira por los trenes que hicieron perder la violencia y el odio. Y lo hacen, solo el tiempo dirá, sabiendo que dejaron escapar el último. La “gare” de Alepo era el punto de partida del detective belga Hércules Poirot en el “Asesinato en el Orient Express”, la novela de Agatha Christie. El Bósforo y sus noches de luces titilantes están hoy a una distancia sideral que ningún convoy, ni siquiera el más osado, puede completar.

Los trenes hablan incluso cuando un nudo en el estómago cancela las palabras de despedida. Mi abuela tomó un tren destino a Suiza mucho antes de que yo naciera. Se fue, como tantos otros, siguiendo las vías de una emigración de ida y vuelta. Un periplo entrelazado de estaciones deshabitadas, raíles abandonados y ferroviarios con uniforme que a mí me asalta en pleno viaje a la capital. En el coche en silencio, comparto mesa con una veinteañera que repasa unos apuntes tras un fin de semana que “no le dejó tiempo para nada”; un joven profusamente tatuado que no se despega de la pantalla del móvil y una hija que acude al entierro de su madre. Incluso en silencio, los trenes hablan.