Se está haciendo demasiada brocha gorda con el asunto del fondo creado por el gobierno catalán para atender las responsabilidades económicas que les puedan ser exigidas a sus empleados incursos en procedimientos judiciales.

El análisis de este asunto debe partir de dos principios básicos, aplicables a cualquier ciudadano.

El primero lo podemos denominar principio de indemnidad del empleado, y se podría describir del siguiente modo: las relaciones jurídicas que implican que una persona realice un trabajo por cuenta de otro despliegan una serie de efectos que cualquiera, incluso de mente escasamente instruida, alcanza a comprender con facilidad.

Es evidente que no será fácil encontrar a mucha gente, incluso en épocas de escasa oferta de trabajo, dispuesta a trabajar por cuenta ajena a cambio de nada, y mucho menos, poniendo dinero de su bolsillo. Esta idea tan sencilla implica que quien quiera que alguien trabaje para él deberá, por un lado, pagarle un salario justo y periódico y, por otro, compensarle o ahorrarle aquellos gastos directamente relacionados con el desarrollo de su trabajo, con el fin de evitar que el empleado sufra un empobrecimiento injusto. Por ejemplo, si el empleado ha de viajar con motivo de su trabajo, el empleador le satisfará los gastos de viaje; si necesita un equipo o ropa apropiados, se los facilitará o compensará, etc. Dentro de este tipo de gastos se encuentran, evidentemente, los que se le pueden ocasionar con motivo de actuaciones judiciales en las que se pueda ver envuelto, derivadas del ejercicio legítimo de las funciones desempeñadas para su empleador. Es decir, el empleado que siguiendo órdenes de su empleador se vea perseguido penalmente no tiene el deber jurídico de padecer la carga que supone atender los gastos de abogado, procurador, fianzas, etc., que conllevan ese tipo de procedimientos.

Quienes se ven incursos en estos procedimientos, a menudo, se convierten en apestados, viéndose obligados a abandonar sus puestos o son cesados, ese homenaje inverso a la presunción de inocencia que se ha enseñoreado de la vida política nacional

En lo que se refiere a los empleados públicos que se puedan ver envueltos en procesos judiciales, este principio encuentra su concreción en el artículo 14.f) del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), que señala que los empleados públicos tienen el derecho “A la defensa jurídica y protección de la Administración Pública en los procedimientos que se sigan ante cualquier orden jurisdiccional como consecuencia del ejercicio legítimo de sus funciones o cargos públicos.”

El segundo principio tiene rango constitucional y no es otro que la presunción de inocencia. No es necesario precisar aquí el contenido de este derecho fundamental. Baste con que digamos ahora que servirá para modular el derecho a la defensa jurídica al que nos acabamos de referir.

El procedimiento instruido por el Tribunal de Cuentas (TCu) para exigir las responsabilidades en las que habrían podido incurrir determinados altos cargos de la Generalidad, por la realización de gastos para la promoción en el exterior del proceso catalán, prevé, en una fase anterior al juicio de cuentas y al dictado de la sentencia, el afianzamiento por los presuntos responsables de las cantidades supuestamente malversadas. Estamos, pues, en un momento en el que no se ha declarado por sentencia la responsabilidad contable, en el que ha de regir la presunción de inocencia y en el que resultan plenamente aplicables las previsiones del artículo 14 del EBEP.

El griterío provocado alrededor de la medida aprobada por la Generalidad está claramente contaminado por las posiciones políticas frente al desafío separatista, pero no solo por eso. En los denuestos que está mereciendo que la Administración se haga cargo de estos gastos resuena el desprecio que manifiesta un sector de la opinión pública hacia los políticos y la actividad pública, en general. Con demasiada frecuencia, las instrucciones judiciales contra responsables públicos se convierten en auténticas redes de arrastre, en las que caen quienes tomaron las decisiones objeto de investigación, quienes se encontraban próximos a ellos e incluso algunos que pasaban por allí. Y en estos casos, ese sector de la opinión pública se convierte en una jauría humana que incoa un juicio paralelo en el que se piden duras condenas de prisión e indemnizaciones contra todos los encausados, por el mero hecho de su doble condición de servidores públicos y de presuntamente responsables de los delitos de los que se les acusa.

También con demasiada frecuencia, estas investigaciones acaban en nada, quedando todos los implicados o la mayoría de ellos sobreseídos o absueltos. Recuerden el caso de la venta de terrenos de Mercasevilla (todos los acusados fueron absueltos) o el más reciente del archivo de la investigación contra miembros de la catalana Asociación de Municipios por la Independencia, por citar dos ejemplos entre muchos otros, que ofrecen una penosa imagen de la jurisdicción penal de un Estado de Derecho.

Repare el lector en la siguiente situación: un empleado público (directivo o no) es acusado por el TCu de una conducta fraudulenta, por la que le han exigido una fianza de 3 millones y medio de euros (como a la exinterventora general de la Generalidad, en este caso), que ha debido depositar y, si no ha podido, ha motivado el embargo de todos sus bienes y rentas (vivienda habitual, vehículos, salarios, pensiones…). Esta persona es finalmente absuelta de la acusación. ¿Es razonable que haya tenido que soportar durante años sevicias tales como que sus ingresos hayan quedado reducidos a una vez y media el salario mínimo, un absoluto desbarajuste de su patrimonio y unos gastos de defensa que en un proceso como este se han podido comer los ahorros de toda una vida de alguien con un nivel de ingresos medio-alto?

Quienes acusan al Gobierno de la Generalidad de conducta fraudulenta, malversadora y prevaricadora por la creación de este fondo no tienen razón

Quienes se ven incursos en estos procedimientos, a menudo, se convierten en apestados, viéndose obligados a abandonar sus puestos o son cesados, ese homenaje inverso a la presunción de inocencia que se ha enseñoreado de la vida política nacional. El desempeño de un puesto de responsabilidad pública se ha convertido en una actividad de riesgo en España, que empieza a disuadir a muchas personas, no necesariamente las peores.

Para colmo, normalmente, las administraciones públicas a las que sirvieron con dedicación y lealtad, no solo los abandonan, sino que se comportan con inaudita mezquindad, resistiéndose a hacerse cargo de los gastos de defensa antes de que haya sentencia absolutoria, y con extraordinaria cicatería en el cómputo de los gastos que abonan cuando son obligadas a ello y rara vez o nunca se hacen cargo de las fianzas cautelares.

Dejando de lado los motivos que han llevado al Gobierno catalán a ser tan solícito con sus exempleados en este caso, es evidente que la medida adoptada viene a cumplir con diligencia sus obligaciones para con la indemnidad de sus empleados. Si el fondo creado al efecto logra cubrir las garantías que les han sido exigidas a los responsables de la promoción exterior del proceso catalán, como cabe razonablemente esperar, habrá triunfado la presunción de inocencia y se habrá evitado un inmenso perjuicio completamente injusto a quienes resulten finalmente absueltos en este procedimiento.

Lo expuesto hasta ahora no agota, desde luego, las numerosas derivadas que resultan de la cuestión principal. Me referiré al asunto quizá más importante: ¿qué ocurrirá con las cantidades afianzadas en caso de condena? Es evidente que el TCu ejecutará los avales prestados por la Generalidad. ¿Significa eso que de las responsabilidades a las que pudieran ser condenados los encausados responderían todos los contribuyentes? Bueno, es lógico que esto sea así en primera instancia. Lo que ocurrirá definitivamente dependerá de varias cosas, entre las que cabe citar el volumen del patrimonio de los condenados para responder y la diligencia del Gobierno de la Generalidad para reclamárselo.

No tengo simpatía alguna hacia el proceso separatista catalán y, dentro de mis escasas posibilidades, colaboro en lo que puedo, incluso económicamente, en iniciativas que persiguen su denuncia y la lucha contra la discriminación y el desprecio de las instituciones colonizadas por el separatismo contra los catalanes que se sienten españoles y contra todo lo español, en general. Pero, en esta lucha de carácter cada vez más melancólico no se puede caer en los mismos vicios que están en la esencia del separatismo, en este caso, el autoengaño y el desprecio de la Ley. Quienes acusan al Gobierno de la Generalidad de conducta fraudulenta, malversadora y prevaricadora por la creación de este fondo no tienen razón. La Ley está de su lado, aunque sea por casualidad y por una vez en este caso. Y quienes apelan a criterios éticos o políticos para denostar la medida puesta en práctica, queriéndolo o no, están desconociendo principios básicos del ordenamiento jurídico (como el principio de indemnidad de los empleados), e incluso están ignorando uno de los pilares de la Justicia en el Estado de Derecho: la presunción de inocencia.

Flaco favor le hace a la lucha contra los separatismos errar el tiro en esta cuestión.


Manuel Gómez Martínez. Interventor General de la Junta de Andalucía entre 2000 y 2010