En los pueblos en los que fui niño las noches del verano estaban irremediablemente unidas al ritual de las sillas en la calle. Un desfile de asientos que buscaban la complicidad de los vecinos en las veladas más tórridas del estío, como las que se suceden desde hace algunos días. No lo encontrarán en el diccionario pero la tradición tiene verbo propio: frescar. Una acción, la de tomar el fresco o la fresca aprovechando los instantes más indulgentes en las jornadas de canícula, que cada vez se conjuga con más dificultad. Se está quedando sin sujeto. Basta recorrer, caída la noche, algunos pueblos de la geografía patria para percatarse de que el verbo ha caído en desuso, que se va volviendo un acto moribundo.


Es probable que en lugar de butacas y banquetas encuentren el rastro de luces que las pantallas proyectan a través de las ventanas. A pie de calle verán, como queriéndose salir del marco, pantallas planas y grandes que no dejan espacio a la imaginación ni a la conversación. En esos mismos callejones y plazas a los que la noche sorprende ahora desiertos ocurrieron algunos pasajes de infancia. Conservo, por ejemplo, un recuerdo vago de tomar las sillas del salón y despedigarlas sobre la fachada encalada de la casa de mi abuela, allá por donde hoy solo existe una acera vacía. En una plaza de mi otro pueblo el fresco era, para los pequeños del barrio, un ritual interminable de juegos mientras los adultos charlaban apoltronados en sus bancos.

En Algar (Cádiz) se han propuesto convertir la tradición amenazada en patrimonio inmaterial de la Humanidad


En Algar -un pueblito de Cádiz en el que, según su censo menguante, viven 1.400 almas- batallan estos días por mantener la ceremonia de frescar en su callejero. Su ayuntamiento se ha propuesto iniciar los trámites para convertir la amenazada tradición en patrimonio inmaterial de la Humanidad, compartiendo cartel con las Fallas de Valencia o el flamenco. Hace unos días un edicto municipal emplazaba a los vecinos a “salir a sus puertas, a sentarse al fresco y charlar entre ellos como siempre se ha hecho”. Los habitantes respondieron a la súplica, volviendo a llenar el asfalto de sillas, taburetes y hamacas.

Un acto efímero en un rincón de la España vaciada alcanzado por la modernidad líquida que recetaba Zygmunt Bauman como síntoma de nuestro tiempo. Hasta el urbanismo más reciente ha terminado conspirando con el ritual de tomar el fresco, de refrescarse en compañía de otros. Algunos de aquellos que permanecieron en el pueblo optaron por emprender el éxodo a su periferia. El sociólogo polaco recordaba, hasta su muerte en la ciudad británica de Leeds, que el jardín del individualismo nació del cementerio de la comunidad.

Es una cuadrilla cada vez más escasa y solitaria, donde van pesando las alargadas ausencias


Entre los comentarios en la página de Facebook del ayuntamiento de Algar que celebraban la propuesta, uno de los internautas reivindicaba, con razón, que el fresco es un acto reconfortante “siempre que sepamos elegir los contertulios”. Años después de mi infancia al fresco, me volví a encontrar con la retahíla de sillas en mi barrio de El Cairo. Allí, sin embargo, la tradición había sobrevivido en su peor versión, la del control social, la que ofrece un asiento para fisgonear en las vidas ajenas.

Este verano, de regreso a uno de mis pueblos, he vuelto a observar las siluetas de quienes aún se citan a la intemperie, al ambiente benévolo de la noche. Es una cuadrilla cada vez más escasa y solitaria, donde van pesando las alargadas ausencias. Ahora ya les alcanza con el banco de la plaza. Siempre que me dejo caer por allí, las últimas reincidentes me hablan de mi abuela. De las fechorías felices que inventaba para animarse y animarlas, sin caer jamás en el chisme. Mi abuela desapareció hace casi tres décadas y tengo la sospecha de que, con ella, se fue también la moderadora de las noches al fresco. Una tradición que se va quedando sin alma.