Pedro Sánchez, todavía dorado por el sol cereal de los muertos de noviembre y del susanismo, se fue al Congreso del PSOE andaluz a presumir de unidad, que es como si presumiera de unidad un karateca después de revolcar a todos los enemigos. Susana Díaz, vestida como de penitente, de blanco purgatorio, descalza de sí misma y con escapulario de mármol o plomo, encarnaba en su paso o sombra la devastadora unidad que sólo concede la muerte. Afantasmada, traslúcida, con su colgante o escapulario o quizá cepo para herejes moviéndose todavía como una cimitarra alrededor del cuello, la archienemiga reeducada a través de la humillación aseguraba venir “a ayudar a volver a ganar las próximas elecciones”. Así se consigue la unidad, claro, haciendo que sólo quede uno. Sánchez quería contraponerse al PP de Madrid, pero sólo parecía señalar que Casado, Almeida y Ayuso siguen aún vivos todos, estropeando la paz de los cementerios como se estropea su encalado confitero.

Sánchez, claro, no recuerda todo lo que ha tenido que matar hasta llegar a Andalucía, a ese Congreso de floristas

La unidad es lo que queda tras la guerra, tras la purga, tras la hoguera, tras la degollina, tras ese enjabonado y rasurado del partido que llega hasta su calavera. En un partido unido decentemente, o sea hasta la muerte, una muerte matrimonial como el naufragio de toda la nao de la alcoba, sólo pueden quedar muertos y angelotes tocando la trompeta, sostenidos en un solo dedo gordo del pie como un ángel de Forges, ese dedo gordo que es símbolo de la tonta y falsa gloria del Cielo y de la tonta y falsa gloria de los partidos. Dice Sánchez que en el PP de Madrid hay “estridencias y desplantes”, pero lo que hay es una guerra crucífera por los tejados neoclásicos, desde donde se lanzan flechas las alegorías (en la Gran Vía aún dispara Diana contra el ave Fénix que ha raptado a su amante, o quizá sólo dispara contra el Primark o las aseguradoras). Sánchez, claro, no recuerda todo lo que ha tenido que matar hasta llegar a Andalucía, a ese Congreso de floristas, y ver allí a Susana aplaudiéndole con su camisón blanco de mártir, de cautiva o de loca, esa Susana que ya sólo suspira y borda.

Sánchez ha olvidado su guerra, ha olvidado su sangre, sus matanzas, sus venganzas, como los santos y los héroes, y ahora todo lo ve suave, sencillo, floreado de guirnaldas de trapos de loca que le teje Susana como Margarita en la rueca. La unidad del partido no la vimos hasta que Susana lo perdió todo salvo una cajita de música que yo creo que se lleva al Senado, como una emperatriz derrotada que se recuerda emperatriz en su joyerito. Cayó Susana y desaparecieron los susanistas, que en Andalucía lo eran todos o lo parecían todos, como parecen de Dios todos los gorriones de Sevilla. Ahora en la Ejecutiva del PSOE andaluz hay nada menos que 60 cargos, 60 nombres, 60 gentilezas. 60 asientos en la Ejecutiva como 60 asientos en los toros, eso debe de ser la unidad. 60 asientos cardenalicios o barberos, y que Juan Espadas, el mandado de Sánchez, clame así: “Ningún socialista enfadado con un compañero, fraternidad, unidad”. Eso con Susana allí, como claveteada en el maderito que llevaba cuando entró sobre una alfombra de espinas y bajo el perdón de una luz de rosetón.

Quizá a él aquello no le pareció una guerra ni un asesinato, sino sólo un romance reñido

Lo que hay en el PP de Madrid no son “estridencias y desplantes”, sino una guerra, ese agón de ambiciones, envidias y pechazos que quizá por ser en Madrid parece una fuente romana de tritones, ninfas y furias. Sánchez quizá aplica eufemismos a esta guerra para absolverse de lo suyo con Susana. Quizá a él aquello no le pareció una guerra ni un asesinato, sino sólo un romance reñido, un amor / desamor muy andaluz entre rejas, puñalitos y velones, un poco de Lorca y un poco del Zorro. En realidad esto del PP parece un minué de meninas al lado de la carrera de Sánchez, que es como la de Kill Bill, y él, que ha saboreado la sangre, que la sigue saboreando como de la muñeca abierta, manante, de esa Susana blanquísima, palidísima, debilísima; él, decía, lo sabe.

Desde Andalucía, que es lo que le faltaba para tener el PSOE, Sánchez se contraponía a Madrid, que es lo que le falta para tener España. Todos quieren Madrid, y quizá lo que lamenta Sánchez es no poder estar en esa guerra madrileña de carros griegos por el cielo, valquirias toreras y chulapos apostólicos, sino tener que conformarse con hacer de ese poblachón, de esa gran panera para pobres (es lo que parecía la cúpula de la estación de Atocha) y ese gran cajón viejo de dinero y tinteros un reducto fascista, bunkerizado de maldad, fealdad y exvotos de bragueros. El PSOE es un partido unido o sólo es un partido de uno, que es lo que suele pasar siempre, y pasará también en el PP de Madrid, donde aún no hay muertos con arpa de Forges. No puede pasar otra cosa que la unidad cuando sólo queda uno, pero Sánchez ha olvidado sus guerras, sus matanzas. Ahora va a Andalucía a acicalar a sus muertos como sus jarrones, y se le olvida que los puso ahí él, con terroncito de azúcar para que le florezcan en la muerte, como Susana, flor de tela blanca, triste y loca.

Pedro Sánchez, todavía dorado por el sol cereal de los muertos de noviembre y del susanismo, se fue al Congreso del PSOE andaluz a presumir de unidad, que es como si presumiera de unidad un karateca después de revolcar a todos los enemigos. Susana Díaz, vestida como de penitente, de blanco purgatorio, descalza de sí misma y con escapulario de mármol o plomo, encarnaba en su paso o sombra la devastadora unidad que sólo concede la muerte. Afantasmada, traslúcida, con su colgante o escapulario o quizá cepo para herejes moviéndose todavía como una cimitarra alrededor del cuello, la archienemiga reeducada a través de la humillación aseguraba venir “a ayudar a volver a ganar las próximas elecciones”. Así se consigue la unidad, claro, haciendo que sólo quede uno. Sánchez quería contraponerse al PP de Madrid, pero sólo parecía señalar que Casado, Almeida y Ayuso siguen aún vivos todos, estropeando la paz de los cementerios como se estropea su encalado confitero.

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