Netflix es el mundo global, donde puede triunfar una serie coreana con asesinatos de color lacasitos o una serie española que por fin ha preferido la acción y el ritmo a nuestro eterno bocata de chorizo con vinazo, tipismo y amargura. Parece una contradicción que los nacionalismos quieran estar ahí, en la globalidad, en la televisión que ya no es la del tiempo o el cocido de tu pueblo, sino la gramola universal del ocio. Yo creo que no es una contradicción, sino una lucha desesperada. Culturas purísimas, orgullosísimas, sienten ahora que lo fundamental es que ese juego del calamar coreano, el Doraemon japonés o la madre de dragones de un extraño planeta no kepleriano se escuchen en el idioma de su aldea. Culturas antiquísimas, poderosísimas, se rinden al pop de chicle, a la moda camisetera, al superhéroe vestido de tapón de refresco. Harían lo que fuera con tal de colar su producto, algo así como conseguir que Spiderman hable de sus cocidos.

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