Al cumpleaños de don Juan Carlos yo creo que al final no va a ir nadie, otra vez. El Emérito va a acabar en Dubái como esos náufragos de viñeta, con una palmera de perchero, de alimento, de sombrajo, de amigo, de amor. Las infantas Elena y Cristina, que ya sólo se aparecían en el museo de cera, no van a salir de él para derretirse ante el desierto y las cámaras y han cancelado el viaje como se cancela un concierto de Raphael, entre el apuro y la sospecha. Se diría que ir a los palmerales eléctricos de los Emiratos Árabes le supone a la familia la vergüenza de ir a recoger al padre a un club de carretera de ésos con fachada de cocotero de pezones, como un pavo real de tetas.

Al Emérito ya no le queda nadie, aparte de esos falsos primos y amistades de por allí que sólo parece que quieren sobornarlo con pelucos o venderle una yegua. Pero tampoco diría yo que al viejo Rey le importan mucho la amistad, la familia ni la propia monarquía, que él no cambia por esa tranquilidad de hablar con su palmera como con una calavera de Hamlet y por la vanidad de dejarse poner relojes como collares hawaianos. En realidad uno no entiende por qué sigue el Emérito allí, en ese oasis de bidés de oro, en ese país adiscotecado, en ese ambiente de ponzoña y chorritos, abotagándose de púrpuras y viviendo dentro de babuchas de Las mil y una noches, agigantando y ridiculizando su imagen de sultán de harén, de tocón de muslos como lingotes o al revés.

No entiendo que se eligiera ese exilio vergonzoso como solución de Estado, en reuniones quizá con Iván Redondo

Don Juan Carlos sigue por ahí entre el exilio y la parranda, entre la Buchinger y un Venusberg de Paco Martínez Soria, alimentando la guasa y dando la razón a los republicanos de banana, y yo no le veo explicación. Estos asuntos se llevan entre la Casa Real, un poco prelatura y un poco mayordomía, y la Moncloa, pero repartir la culpa entre ellos me parece injusto para este Borbón que siempre borboneó tan burbujeantemente, alguien que uno no puede ver como a un viejito que empujan en silla de ruedas hasta la piscina. Quiero decir que no entiendo que se eligiera ese exilio vergonzoso como solución de Estado, en reuniones quizá con Iván Redondo ahí, con umbra ridícula de flexo como esa umbra ridícula de los sombreros de detective. Pero, sobre todo, no entiendo que el Rey Emérito no haga más para terminar con esto. El Rey de la Transición parece aceptar con gusto ser sólo el Rey de la Gamba.

En aquel libro / entrevista que le hizo la escritora francesa Laurence Debray, una entrevista un poco pastelera, como de panadera del rey, don Juan Carlos venía a decir que allí lejos “no interfería con la Corona”, pero es justo lo contrario. Es escapando con embozo de capa y cochero de su abuelo cuando interfiere, cuando estorba, cuando socava la imagen de la jefatura del Estado precisamente cuando más enemigos tiene. También afirmaba no saber cuándo iba a regresar: “No tengo ni idea. Algunos están muy contentos de que me marchara”. Se diría que lo han dejado verdaderamente ahí, aparcado en Abu Dabi como en un cementerio de barcos, sin que él pueda hacer más que esperar a los nietecitos y pedir a los amigos que le traigan jamón con pátina de bodegón barroco, ese jamón de santa gula de cura o de Carlos Herrera.

Seguramente en la Casa Real sonó un campanazo de pánico, y también en la Moncloa se desató un zafarrancho confuso, a la vez republicano e institucional, que así es Sánchez en su ambigüedad con la Corona. Por este barullo como de casa de Gracita Morales terminó el Emérito en una ópera turca y bufa. Pero dudo que alguien se negara a su vuelta si aceptara hacerlo sin condiciones. A uno, pues, lo que le parece es que el viejo Rey no quiere volver si no le aseguran sus privilegios, su inmunidad, su salón de relojes de la tatarabuela y su jamón legítimo y santo, jamón de caoba, de oro o de señorita. Un Rey Emérito paseándose por España en la carroza de su cadera de titanio, volviendo a perseguir polisones, contando el dinero en luises de oro y echando a los mastines a los funcionarios de Hacienda y a los fiscales, eso es lo único que sería peor que tenerlo en Abu Dabi o por ahí, con islas artificiales de palangana y odaliscas como de Don Mendo. Por eso está la cosa atascada donde está, o sea negociando con don Juan Carlos como con Messi, entre caprichitos, lujos, méritos, dignidades y morriña.

Uno sigue pensando que el Emérito debería volver ya y sin condiciones, pero quizá uno piensa esto porque no sabe lo que es ser inviolable y rico

El Rey Emérito va a pasar otro cumpleaños solo, con una palmera y una tortuga por familia y camareros con galones por amigos, como un triste en el lujo del bar del Palace. Aunque no esté en esa discoteca arábiga únicamente por su voluntad, de su voluntad creo que sigue dependiendo mucho. Uno lo que ve es que renuncia a la familia como si sólo renunciara a los torreznos y, lo que es peor, que renuncia a la dignidad de la monarquía y hasta a la dignidad propia casi de igual manera. Aquí tampoco es que le espere Cromwell con el hacha, que ni siquiera nuestra Hacienda, con sus mitos de Inquisición Española, debería dar tanto miedo a alguien que espantó un golpe de Estado sin más que enseñar su cenefa de estrellas y pasamanería. O es que le tiene más miedo a la plebeyez que a la ley.

Uno sigue pensando que el Emérito debería volver ya y sin condiciones, pero quizá uno piensa esto porque no sabe lo que es ser inviolable y rico. A lo mejor don Juan Carlos prefiere seguir siendo inviolable y rico en un lejano atolón de mármol que ser un particular con pisito e IRPF en su país. Eso, aunque convertirse en ese particular sea de lo poco que pueda hacer para que se le recuerde como el mejor rey que tuvimos, y no como aquél que terminó como un rey de la gamba en tanga.