La sola exposición de los datos acerca de las explotaciones ganaderas en España o en otros países europeos da una idea exacta de la enorme complejidad de una industria, la ganadera, que ofrece un prisma con infinidad de lados.

Por eso resultó de una frivolidad escandalosa la frase de nuestro ministro de Consumo Alberto Garzón, que en unas pocas palabras vino a desacreditar lo que él llamó “macrogranjas” españolas que maltrataban a los animales y exportaban carne de mala calidad.

¿Qué es una “macrogranja”, a partir de qué tamaño, de qué número de reses o de cerdos o de gallinas, se puede decir que esa explotación supera los límites que se consideran tolerables para, en primer lugar, no someter al ganado a maltrato evidente y en segundo lugar, para no producir esa carne de mala calidad que, dice Garzón, se exporta al extranjero?

De acuerdo con el ministro Luis Planas, que es el que sabe de este asunto, en España  están reguladas todas esas dimensiones o se están regulando precisamente ahora en las explotaciones que aún no estaban sometidas al control de las administraciones. Por lo tanto, calificar de “macrogranjas”, en un término descalificatorio deliberadamente buscado para desacreditar a toda explotación intensiva, es una irresponsabilidad por parte de un ministro español que no hablaba en términos generales o teóricos sino que se refería en concreto a las explotaciones ganaderas de España.

Nadie podrá discutir que a partir de un determinado volumen de cabezas  de ganado, sea vacuno, sea porcino o sea avícola, se produce un daño constatado y medido al medio ambiente y se contaminan las aguas que se convierten así en no aptas para el consumo humano. Esto es lo que hay que regular y, al decir del ministro de Agricultura, se está regulando.

La carne era un artículo que le estaba rigurosamente vedado a los pobres, que, si vivían en el interior del territorio, se alimentaban de garbanzos o de alubias

Pero las explotaciones intensivas son absolutamente imprescindibles porque esa es la única manera de que la población consuma carne de pollo, de cerdo o de ternera. Este ha sido precisamente una de las conquistas de las clases medias y humildes en nuestro país porque la carne, fuera del animal que fuera, especialmente si era de pollo o de vaca, era un lujo inalcanzable, sólo permitido a las clases pudientes.

No hace tantos años, los bastantes como para que quien esto escribe lo recuerde, en la ferias de Galicia con motivo del Santo de la localidad, las clases más humildes comían centollos y bogavantes y empanadas de pulpos y de berberechos, lo que ahora consideramos un lujo. Y los señores, las clases pudientes, lo que comían era empanadas de carne, de lomo de cerdo y de chorizo. Pero esa era, por sorprendente que ahora resulte la escena, la realidad de la España de los años 50. Porque la carne era un artículo que le estaba rigurosamente vedado a los pobres, que, si vivían en el interior del territorio, se alimentaban de garbanzos o de alubias, naturalmente “viudos”. 

El modelo productivo en sí, que es contra el que quieren actuar las organizaciones ecologistas, es precisamente el que ha permitido comer carne a aquellos que no la tuvieron a su alcance durante siglos.

Fue la ganadería intensiva la que, a base de producir carnes de ternera, de cerdo  de pollo en grandes cantidades, democratizó, por decirlo de alguna manera, la alimentación de los españoles y la convirtió en equilibrada por más que ahora las modas vegetarianas y veganas hayan convertido el consumo de animales en un pecado de lesa humanidad.

Lo que quiero decir es que, siendo verdad que el claro abuso de las explotaciones intensivas se debe combatir, y someter a control y a regulación, esa forma de ganadería resulta imprescindible para que la mayoría de la población pueda alimentarse.

Otra cosa es que se busque y encuentre la manera de aminorar los problemas de contaminación ambiental que producen.  

La ganadería extensiva, de larga tradición en nuestro país, padece problemas específicos, uno de los cuales es la competencia que le hacen las explotaciones intensivas, a las que les resulta más barato cualquier adquisición de forraje, energía eléctrica, combustible y cualquier otro elemento necesario para la vida y la salud de su ganado.

Por más que sus compañeros de partido lo arropen, el ministro de Consumo lo ha hecho muy mal, rematadamente mal

Es verdad que muchas explotaciones ganaderas pequeñas se han visto obligadas a cerrar por no poder asumir los costes de su mantenimiento. Y ahí también tienen responsabilidad las distintas administraciones a la hora de proteger la salud y la pervivencia de razas autóctonas que en muchos casos están desapareciendo.

Todo esto es verdad. Pero también lo es que la carne que se produce en España y la que se exporta a otros países es de altísima calidad. Solo así se explica que nuestro país esté a la cabeza de los grandes productores de carne y tenga una enorme aceptación en el extranjero.

Por eso resultaron de una frivolidad y una irresponsabilidad intolerable las palabras del ministro Garzón al diario The Guardian donde metió en un mismo saco a las explotaciones intensivas, les adjudicó la descalificación que supone el término “macrogranjas” que no está acreditado en ningún estudio serio del sector para añadir a continuación que la carne que exportaba España era de mala calidad porque provenía de animales maltratados.

Ése fue su error pero fue un error muy grave aunque en el fondo del razonamiento tenga razón a la hora de exigir un control en las explotaciones intensivas. Pero debería haberse  fijado, por ejemplo, en Holanda o en Francia, que ahí sí que tendría tarea. 

Por más que sus compañeros de partido lo arropen, el ministro de Consumo lo ha hecho muy mal, rematadamente mal.