A Alberto Casero, diputado del PP con dedos porrones, neblina de fiebre o destino aciago del desgraciado, no sé si le darán la razón al final los tribunales, pero de momento sólo podría salvarlo la caballerosidad, o sea que está perdido. La sede de la soberanía nacional es una gallera, una lonja de tunantes, una plaza de pícaros donde te quitan la bolsa, te rajan los sacos, te pinchan las uvas y sólo cuenta ganar y sobrevivir. A Casero, que llegó al Congreso arrastrándose, amarillo de cagalera y miedo, no le dejaron deshacer su error. Da igual que fuera por torpeza o por las fatiguitas (lo que es improbable es lo del error informático, que ya se había equivocado varias veces antes, como si el voto tuviera que cazarlo con arco y flecha). El caso es que persistir en un error subsanable es un rigorismo de árbitro malo o de ventajista interesado. Permitir deshacer el error, eso es lo que hubiera sido caballeroso, deportivo, conmovedor, antiguo, raro, o sea tonto e imposible en esta política.

Hubo un tiempo en que había caballerosidad hasta en la guerra, o especialmente en la guerra

Hubo un tiempo en que había caballerosidad hasta en la guerra, o especialmente en la guerra. Se respetaban la hora y el espacio de la batalla como si fuera un partido de rugby en Rugby, los mariscales de campo empenachados de casco y mostachón rendían honores al valor de los derrotados, los aviadores de biplano se elogiaban después de ametrallarse como ahora los tenistas después del partido, y la rendición de Breda dio para un cuadro en el que la guerra, aun con su crueldad, terminaba como el ajedrez. El mismo Julio César, horrorizado, no dudó en castigar el cobarde asesinato de su enemigo Pompeyo. Ahora, en esta política a muerte, lo que tenemos es al ministro Bolaños vengándose como el empollón que se venga (esa venganza macerada en lágrimas de gafa como en ajo), diciendo algo así como “chincha rabiña”, y a Adriana Lastra, desde esos billares por donde ella anda, acusando al PP de haber comprado a los diputados de UPN, o sea de haberlos comprado mejor que el PSOE, se entiende.

Alberto Casero, torpe y resudado de cama o de moral (hay un sudor moral / inmoral, o una simbología moral / inmoral del sudor, según Roland Barthes) no da el tipo de artillero heroico, si acaso de un pobre cabo con fiebre o pie de trinchera, pero su agonía, la agonía del PP en fin, era conmovedora hasta llamar a la piedad. El caso es que ya no hay caballerosidad como ya no hay batallas a paso de ballet, así que lo que llama a la piedad es más bien invocar ahora la elegancia y la dignidad. En política ni siquiera se respeta la lógica, se van a respetar las formas. Ni para tomar el té ni para el duelo con pistolón de gárgola y padrino acharolado. Alberto Casero parecía pedir agua con sus tripas fuera, confundidas con cinta de ametralladora, pero si Sánchez hubiera perdonado la vida a sus enemigos no estaría ahí, sino vendiendo botijitos de recuerdo con su Peugeot, o algo así.

La verdad es que “el voto democrático” queda mejor reflejado dejando a ese pobre hombre darle al botón que quería

Estaría bien ver a Pedro Sánchez comportarse elegantemente, que no es afilarse el tiro del pantalón como se lo afila él, como la patilla de aquel Pichi castigador. Pero lo que tenemos es que el presidente del Gobierno, lejos de sentirse avergonzado por aprovecharse de un pobre con mano de muñón que además parece haber sido abatido en la letrina, acusa al PP precisamente de “deslegitimar un voto democrático” y se jacta de haber desenmascarado “el verdadero rostro de una derecha que blanquea el transfuguismo”. La verdad es que “el voto democrático” queda mejor reflejado dejando a ese pobre hombre darle al botón que quería, algo que a uno le parece como dejarle subirse los pantalones. Y en cuanto al transfuguismo, nada será tan espectacular como lo que hicieron los sanchistas votando contra el criterio de su partido en aquella investidura de Rajoy. Algunos de esos “tránsfugas”, ya ven, llegaron luego a ministros (Margarita Robles) o a presidir el Congreso con rigorismo preciosista (Batet).

Ya no hay caballerosidad, ni generales con plumero, ni las guerras terminan como ajedreces guardados en su caja. En realidad la guerra nunca fue romántica, y el desprecio por la vida ajena resultaba mucho más común, enardecedor y significativo que los ceremoniales de respeto entre estandartes, como besos con mucho bigote. Tampoco cree uno que la política fuera romántica nunca. Ni que el Congreso, aunque esté adornado con espigas masónicas y alegorías con pergaminos y aperos, sea por eso el templo engolado y mozartiano de la virtud ni de la palabra. A veces nos creemos que sí, nos gustaría que fuera así, nos empuja a eso su neoclasicismo tensado y quizá el recuerdo de un pasado de gente de terno gris y verbo radiofónico que es como grecorromana comparada con la de ahora. Puede que en el Congreso ya no se saquen pistolas, como Indalecio Prieto, que ahora nos parece como sacar un sable en un baile, pero se sigue mintiendo, se sigue comerciando y se siguen dando zancadillas y puntillas apenas uno se tropieza con la alfombra o con el ujier mimetizado con la alfombra.

No, no van a venir unos honorables caballeros contralmirantes o jugadores de polo ahora (menos todavía Sánchez, Bolaños, Lastra o Batet) para cuadrarse delante de este diputado con tocón y dejarlo votar otra vez entre salvas y relinchos. Esto acabará en los tribunales, por supuesto. Y la dignidad de la Cámara y de la democracia seguirá donde siempre estuvo: pintada en angelotes y lechuzas, en plisados y laureles, en facistoles y libracos evangélicos o isabelinos, allí por el noble y sufrido techo de sopera desconchada.