Feijóo se llevó tres horas hundido en los pufs de la Moncloa, que tienen algo de limusina de despedida de soltera, y fue para nada, claro, como una borrachera de limusina. Sánchez no quería acuerdo, sólo quería el protocolo, ese protocolo del poder, de él recibiendo a Feijóo, admitiéndolo en la política digamos, y conduciéndolo luego a ese salón donde no se hace mucho aparte de figurar, como si fuera el reservado de Sergio Ramos en una discoteca, con sofá blanco, decoración de kimono y segurata con cordoncillo. Digo que Sánchez no quería acuerdo porque su plan se lo dio a la prensa del Movimiento, o sea El País según Makinavaja, pero no a Feijóo, así que mucho interés no tendría. Sánchez seguramente no estaba para acuerdos teniendo ese banquete con Mohamed VI, banquete con danza de siete velos y el rey todopoderoso tocando el pandero real, o lo que sea que haga un rey todopoderoso en las fiestas sagradas y las noches bulbosas y dulces de África, que ahora también son las de Sánchez.

Allí estaba Feijóo, impresionado por el sofá blanco de Moncloa como por un tigre albino que se llevara Sergio Ramos a las discotecas, mientras la mente de Sánchez volaba hacia las noches del desierto, con chorreras de estrellas y de miel de ojos almendrados. Allí estaba Feijóo, con su carpetilla de perito de obra, con su bajada de impuestos, como un aguafiestas, y más allá estaba Mohamed VI, rodeado de pasteles y Azofaifas, de ánforas y grecas, de chorritos malvas y criados con botonera de ascensor, como en una piscina de Sergio Ramos, o sea que la cosa se ve que no tiene color. Por Marruecos se posaría pronto un sol de galleta, una luz de harina de garbanzos, una corte de ojos agacelados, con Mohamed VI entre rey mago y rey león, y allí, en el sofá, seguía el gallego sacando facturas del gas... Sí, me imagino las ganas de escapar de Sánchez, quizá en caballo árabe como un caballo de ajedrez o quizá en alfombra oriental tejida de flores y humo, pero todo muy romántico, o sea todo lo contrario a Feijóo, que era como un fontanero que se había colado en un invernadero de orquídeas.

Sánchez no quiere acuerdo, quiere fiesta y homenajes bajo palmeras de casino o de soltero

Allí estaba Feijóo, con lápiz en la oreja, con ganas de principiante, aturdido o distraído entre las ensaladas de Miró o las tejas de Tàpies, en ese santuario de poder que se ha hecho Sánchez un poco como la habitación de yoga de la mujer de Sergio Ramos. Seguramente nuestro presidente no podría evitar pensar que a ese banquete con Mohamed VI, ese iftar que se llama, sólo han sido invitados reyes de España, que parecían asistir a un banquete de Indiana Jones, o al menos doña Letizia daba esa impresión. O sea, que Sánchez se debe de sentir un poco como el delfín monárquico de su república, que lo hace más Kennedy si eso es posible. Su república se merece galas reales, con copero real, con bardo real, con rebaño real asesinado y derrochado en la mesa. Se puede pensar que es como cuando él está en Doñana, pero ahora va a tener al lado un rey de verdad, más de verdad incluso que los de aquí, no un rey de cortinaje sino un rey todopoderoso, que a lo mejor eso con suerte se pega. Sí, Sánchez con Feijóo era como un rey atendiendo a un fontanero, y eso debe de quitar las ganas de cualquier acuerdo, que sería rebajarse, aplebeyarse, desayunar sobaos en vez de desayunar todo un bosque asesinado, con cocineros incluidos.

Allí estaba Feijóo, leyendo los once puntos del plan de Sánchez, escritos en El País como en una puerta de bronce y tan negociables como el dibujo de esa puerta, claro. Feijóo, ese pobre hombre intentando negociar sobre bronce de mezquita y sobre bronce real, pensaría Sánchez sintiendo ya perfumes en el pelo y dátiles en los labios, sencillos pero deliciosos y aún misteriosos, como besos dados con velo. Y qué ponerse, sí, allí Feijóo con su traje como un mono de operario le haría preguntarse a Sánchez qué ponerse, un esmoquin blanco de Casablanca o de Sergio Ramos, un gorrito fez, una túnica con lunas confitadas como Rappel, o qué. O algo que le haga parecer un auténtico conquistador del desierto, un turbante o una takuba.

Allí estaba Feijóo, en fin, con su bajada de impuestos, con su factura de la fiesta, y al otro lado del mar, un mar como de Simbad, está Mohamed VI, rodeado de platos como de bongos, de dulces como de arañas, de soperas como de marmitas con explorador. Sí, no hay color. El Sáhara ha sido vendido como un cenicero de arcilla y Argelia nos sube el gas cuando la energía parece agua en el desierto, y todavía no sabemos qué hemos conseguido de Marruecos. Pero quién dice que eso no merece un banquete con panales y Sherezades y la babucha del sátrapa para ser besada como el pitorrito real. Sánchez no quiere acuerdo, quiere fiesta y homenajes bajo palmeras de casino o de soltero. Allí estaba Feijóo, hundido en el sofá blanco como se hunde uno a veces en las noches o en la guantera, mientras Sánchez parecía esperar a un relincho de corcel o a una bocina escandalosa de haiga de Sergio Ramos para salir corriendo.

Feijóo se llevó tres horas hundido en los pufs de la Moncloa, que tienen algo de limusina de despedida de soltera, y fue para nada, claro, como una borrachera de limusina. Sánchez no quería acuerdo, sólo quería el protocolo, ese protocolo del poder, de él recibiendo a Feijóo, admitiéndolo en la política digamos, y conduciéndolo luego a ese salón donde no se hace mucho aparte de figurar, como si fuera el reservado de Sergio Ramos en una discoteca, con sofá blanco, decoración de kimono y segurata con cordoncillo. Digo que Sánchez no quería acuerdo porque su plan se lo dio a la prensa del Movimiento, o sea El País según Makinavaja, pero no a Feijóo, así que mucho interés no tendría. Sánchez seguramente no estaba para acuerdos teniendo ese banquete con Mohamed VI, banquete con danza de siete velos y el rey todopoderoso tocando el pandero real, o lo que sea que haga un rey todopoderoso en las fiestas sagradas y las noches bulbosas y dulces de África, que ahora también son las de Sánchez.

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