Aprobé las oposiciones para ingreso en la carrera fiscal en 1987 y pedí la excedencia voluntaria para aprender el oficio de abogado en 2007. Estuve 20 años sentado en un lado de los estrados y llevo otros 15 con toga sin puñetas. Tomo la palabra para ofrecer algunas reflexiones con las que hacer realidad efectiva la esencia de un sistema de libertades que empieza por pensar sin miedo y sigue con la expresión del pensamiento sin censura.

Es habitual que las voces más autorizadas del mundo judicial pongan en duda la capacidad del Ministerio Fiscal en España para desarrollar sus funciones constitucionales sin sometimiento a las directrices del Gobierno. Sirve de apoyo para tan grave descalificación el sistema de designación del Fiscal General del Estado, que tiene como consecuencia la habitual cercanía personal e incluso de afinidad ideológica entre quien debe ocupar la cúspide de la institución y el gobierno de turno. Sin perjuicio de las posibles mejoras, lo cierto es que todos los modelos del mundo mantienen de uno u otro modo esa relación. Ése no es el problema. 

Todos esos discursos críticos prescinden de la realidad; incluso podría decirse que se enfrentan a ella. Durante el Gobierno del Partido Popular tuvo lugar la instrucción y el enjuiciamiento del caso Gürtel, sin que quepa ninguna duda de que la actuación del fiscal, que contaba con la compañía en estrados del abogado del PSOE compartiendo acusación, en ningún caso respondió a directrices o intereses del grupo político del gobierno, sino más bien al contrario. La sentencia de primera instancia y algunas de sus expresiones contribuyeron precisamente al fin de ese gobierno. Son posibles otros ejemplos. En Andalucía, y bajo el mandato de una fiscal jefe que había sido designada bajo la vigencia de un gobierno del PSOE, fue instruido y juzgado el asunto de los ERE sin que quepa duda alguna de que los fiscales, compartiendo acusación con el abogado del Partido Popular, no siguieron instrucciones en defensa de ese grupo político que designó la Fiscal Jefe, sino más bien lo contrario.

El problema no es que el modo de designar al fiscal general impida el ejercicio de sus funciones conforme al principio de legalidad

Desde mi experiencia de más de 30 años trabajando en la jurisdicción penal en ambos lados del estrado me atrevo a afirmar que el problema del Ministerio Público en España no es que el modo de designación del Fiscal General impida el ejercicio de sus funciones conforme al principio de legalidad. Este extendido planteamiento es irreal y abre un debate estéril que no conduce a nada, además de restar espacio y energía para abordar los que -a mi juicio- sí son problemas reales de la institución. Apuntaré algunos.

En el Ministerio Fiscal que viví durante dos décadas, y en el que aprendí a asumir la enorme responsabilidad de ejercer la acusación pública, existía la figura esencial del Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial. Es fácil imaginar la posición de poder y el respeto que para instituciones públicas y privadas de una provincia merecía la persona que tenía la responsabilidad y control de todas las acusaciones formuladas por el Ministerio Fiscal. Jesús Ríos y Alfredo Flores me enseñaron que la facultad de ejercer la acusación pública es un bisturí afilado que la sociedad ponía en nuestras manos para que lo manejáramos con prudencia y cuidado, sabiendo que sus cortes causarían graves lesiones que sólo estarían justificadas si resultaban estrictamente necesarias para la defensa de la sociedad a la que representamos en el estrado.

Quiero decir que salí muchas veces contrariado de sus despachos cuando el criterio de un fiscal de 60 años ajustaba y templaba el de un fiscal de 30. Entendí, con algún disgusto por el camino, qué significaba el principio de unidad y dependencia jerárquica, íntimamente relacionados entre sí y gracias a los cuales era posible la perfecta combinación entre la energía y el entusiasmo del fiscal joven con la sabiduría y la mesura del fiscal experimentado. Todas esas fructíferas y dinámicas sinergias, que marcaban la vida diaria de la Fiscalía, giraban y eran posibles alrededor del liderazgo y protagonismo de la figura del Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial.

Entonces llegaron las denominadas ‘especialidades’ y la actuación del fiscal comenzó a compartimentarse en distintas etiquetas: fiscal de medio ambiente, de delitos urbanísticos, de seguridad vial, de violencia de género, de delitos contra la salud pública, de extranjería y no sé cuántas especialidades más. La perniciosa modificación estructural de la institución tuvo lugar a partir de que cada uno de esos fiscales especialistas ya no vinculan su actuación al Fiscal Jefe de la provincial, sino al Fiscal de la especialidad que tiene su despacho en Madrid, que ni sabe ni puede saber, ni controla ni puede controlar, ni cumple ni puede cumplir la esencial función que desempeñaba el Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial. Ahora el fiscal de 30 años no sufre los disgustos que yo tenía cuando salía del despacho del Fiscal Jefe. Es el ciudadano quien sufre acusaciones a las que en demasiadas ocasiones les falta esa dosis de mesura que tanto me contrariaba. Así pues, defiendo la necesidad de retomar y reforzar la vigencia del principio de unidad y dependencia jerárquica, esencia y fundamento de la organización del Ministerio Fiscal.

Recuerdo con admiración y cariño a mis compañeros fiscales Serafín, Dori, Carlos y tantos otros que me enseñaron otra cosa que al fiscal joven no le gusta: los asuntos que despachas no son ‘tus’ asuntos, son los asuntos de la Fiscalía. Es igual que lo asumas tú o que lo haga otro compañero. Era otra regla de oro: si quieres intervenir en la Sala con la autoridad de hacerlo en nombre del Ministerio Fiscal, debes admitir algunas limitaciones a tu criterio, pues en otro caso suplantas una representación que, si actúas bajo tu exclusiva decisión, no te corresponde. Otro de los problemas actuales es que demasiadas veces y demasiados fiscales olvidan esta regla de oro. Cuando el fiscal hace de un asunto una encomienda personal, pone en riesgo el principio de objetividad e imparcialidad y, mucho más, pierde toda su legitimidad.

No tiene sentido que el fiscal deba acusar con los materiales acopiados bajo el criterio de búsqueda de otro

Una última reflexión, mirando al futuro. En mi opinión, otro gran problema del fiscal actual y de todo el sistema de justicia penal es el mantenimiento, contraviniendo el denominado estándar procesal penal europeo, de la antigualla de la figura del ‘juez de instrucción’. No tiene sentido que quien investiga no tenga la función de acusar o, dicho de otro modo, que el fiscal deba acusar con los materiales acopiados bajo el criterio de búsqueda de otro.

Resulta desalentador que las voces críticas de asociaciones jóvenes que reclaman cambios para mejorar la institución gasten energías en falsos debates que olvidan la esencia y los problemas reales de la institución o que desde asociaciones por la independencia judicial insistan en la defensa del juez instructor, sin llegar todavía a entender que en la fase de instrucción la única función jurisdiccional amparada en el marco constitucional es la propia del juez de garantías.

La configuración constitucional del proceso penal es una tarea pendiente para terminar el edificio del estado democrático que no admite más demoras y la figura del fiscal instructor sujeto a los principios de legalidad e imparcialidad, pero organizado bajo los de unidad y jerarquía, debe ser la clave de bóveda del proceso penal del siglo XXI.

José María Calero Martínez es abogado.