De Junqueras ya no sabíamos nada, había salido de la cárcel con su flauta y su casita de pájaros talladas, indultado pero heroico, blandito pero matón, y se nos había perdido entre huertos de tomates y cerámica popular, o algo así. Tampoco de Puigdemont sabíamos mucho, sólo que seguía en su torreón de hiedra y suspiros, triste, solo y tejiendo mantitas de melancolía, como una señora con gato y canario. A Pere Aragonès nunca le hemos prestado demasiado atención porque es como un suplente de quinto grado, como el cocinero que ha terminado mandando en un barco devastado por una epidemia. Además, después del juicio al procés, la Generalitat es como la casa de Bernarda Alba, todo luto, autocompasión y amargura de cortar cebollas. Sólo por Cataluña siguen consumiendo ese culebrón y ese ricino, mientras Madriz se entretiene con Rufián, el de la amenaza eterna y respingona pero impotente. Menos mal que ha llegado Pegasus, porque de los indepes ya se estaban olvidando hasta los suyos.

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