La semana más turbulenta vivida por el Gobierno en este año 2022 no se ha cerrado todavía y probablemente mantendrá abiertas las heridas durante mucho tiempo más porque hay poco que hacer en lo referente a averiguar de dónde ha salido la orden de investigar al presidente y a la ministra de Defensa del Gobierno español.

El problema es que el Ejecutivo encaró de la peor manera posible el asunto del presunto espionaje a más de 60 independentistas, un estudio avalado y promocionado por uno de esos separatistas que a su vez estaba siendo investigado por la Audiencia Nacional por formar parte activa de la creación de aquel movimiento de extraordinaria violencia que asaltó a sangre y fuego las calles de Barcelona y tomó un punto estratégico de la seguridad del Estado como es el aeropuerto del Prat. Aquellos ataques, de una ferocidad desconocida hasta entonces, acabaron con un elevado número de policías heridos de gravedad.

Con estos antecedentes resultó del todo inconveniente que el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, se precipitara a acudir un domingo por la mañana a rendir pleitesía a la consejera de presidencia de la Generalitat y a ofrecerle una serie de medidas destinadas a calmar la sobreactuada indignación de los espiados.

Decisiones que en buena parte no dependían del Gobierno a pesar de que luego se comprobó que sí en la medida en que se pudo constatar que la representante máxima del Poder Legislativo se ponía a las órdenes directas del titular del Poder Ejecutivo y accedía a alterar en cuestión de horas la mayoría necesaria para acceder a la Comisión de Secretos Oficiales con el fin de dar entrada en ella a diputados de Bildu, de JxCat y de la CUP.

Los resultados de esa presencia ya los hemos constatado. Diputados de esas formaciones han desvelado el 100% de lo sucedido en las casi cuatro horas que duró la comparecencia de la directora del CNI, Paz Esteban.

Y, sin embargo, nada de eso aplacó la ira de los independentistas, especialmente del presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, que exige no sólo explicaciones políticas “al más alto nivel” sino que reclama la asunción de responsabilidades.

Pero antes de eso, Félix Bolaños había celebrado una insólita rueda de prensa para comunicar urbi et orbi que los teléfonos del presidente y de la ministra de Defensa habían sido infectados ¡un año antes! pero que el Gobierno se había dado cuenta exactamente “ayer domingo”. 

Y, no sabemos si con la intención de calmar las aguas haciendo aparecer como víctimas a los propios miembros del Ejecutivo, pero el caso es que se abrió otra brecha mucho más difícil de saldar en la medida en que no se puede contar que los servicios de inteligencia han tardado casi un año, nada menos que once meses, en comprobar que los teléfonos del presidente habían sido intervenidos por no sabemos quién.

Este Gobierno asume sistemáticamente el deterioro institucional del Estado con tal de obtener un “objetivo mayor” que parece ser el de su propia supervivencia

Y aquí está la otra trampa tendida por el ministro de la Presidencia cuando anunció muy campanudamente que de forma inmediata el Gobierno había trasladado al juez el caso de las escuchas.

Lo primero que sorprende es que esa denuncia no se hubiera planteado ante la Fiscalía.

Pero lo segundo que sorprende es que el Gobierno es perfectamente consciente de que esa denuncia va a acabar en el archivo del caso porque es imposible que de las diligencias ordenadas por el juez se abra la más mínima prueba, el menor indicio de quién ha estado detrás de las escuchas a los miembros del Gobierno.

Es, pues, un gesto de cara a la galería y en unos meses comprobaremos que es así y que,  como en casos anteriores -el del periodista Ignacio Cembrero ha sido el último- el juez archivará la causa.

Más bien parece que lo que ha intentado el Gobierno con ese anuncio de invasión de los teléfonos es dar pie a que se señale un responsable del desaguisado. Durante los últimos días de la semana pasada hemos asistido a un pulso público entre la ministra de Defensa, Margarita Robles, que defendió a capa y espada a la directora del CNI, y el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, de quien dependía en el verano de 2021 mantener engrasados los controles de seguridad del Gobierno.

Al final todas las fuentes sugieren que la responsabilidad del desaguisado se le va a adjudicar injustamente a Paz Esteban  simplemente para dar algún tipo de satisfacción a Pere Aragonés quien, por supuesto, no tendrá bastante con ese cese.

El problema es que absolutamente todas las conclusiones de las investigaciones llevadas a cabo por el CNI le son trasladadas al presidente del Gobierno, en este caso Pedro Sánchez, de modo que resulta muy difícil, vamos  a decir que inverosímil, lo sustentado por Presidencia según lo cual “el presidente no sabe, ni quiere saber, a quiénes investiga el Centro Nacional de Inteligencia”. 

Sobre todo porque ese Centro no actúa de manera autónoma, sino siguiendo las directrices que se le ordenan desde el poder político.

Por lo tanto, complicado lo tiene Pedro Sánchez si pretende convencer al presidente de la Generalitat de que él es completamente ajeno a los seguimientos del CNI. 

Especialmente el que se le hizo a Pere Aragonés en enero de 2020 cuando ya se estaba negociando con él en tanto que  coordinador de ERC el apoyo a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España. 

Quizá se pueda estirar el hilo de las escuchas del CNI a uno de sus dos teléfonos móviles del entonces vicepresidente de la Generalitat por la conexión que tuvo Aragonés con los movimientos de los grupos violentos como los CDR que siguieron activos mucho tiempo después de conocida la sentencia del Tribunal Supremo.

Pero que de esa intervención no se puede hacer responsable a la directora del CNI porque “el presidente no sabe ni quiere saber a quienes investiga” ese Centro, eso no se sostiene bajo ningún concepto.

Si Pedro Sánchez acabara cesando a Paz Esteban cometería un error político y una injusticia flagrante, además de haber conseguido deteriorar también el prestigio de los Servicios Secretos españoles, una institución más que añadir a la larga serie de las que han sido atacadas en su reputación por este Gobierno que asume sistemáticamente el deterioro institucional del Estado con tal de obtener un “objetivo mayor” que parece ser el de su propia supervivencia.