Sánchez, que antes subía esas escaleras de la tribuna del Congreso como un saltador de trampolín, ahora las sube como un anciano con la cadera hecha una percha de alambre. Sánchez sufre el tormento de la decadencia, que se ceba con los viejos, los reyes, los futbolistas, los ligones y los políticos que son una mezcla de todo esto. A Sánchez ya no lo cree nadie, ni siquiera sus propios socios, a los que les ha dado pasta, cera, indultos y cabezas luisinas de institutrices e instituciones del Estado, como la directora del CNI o el CNI entero. Ya no es sólo Paz Esteban, quemada con su macetita de escritorio en los brazos como un cuadro de madonna con niño, sino que Sánchez nos dice que todo el CNI va por su cuenta, que él no manda nada ni se entera de nada, un CNI seguramente cloaquero, pepero o franquista. Para subir a esa tribuna, Sánchez tiene que trepar sobre una montaña cada vez más alta, hecha de los muertos y los calzones que va acumulando. Cuando sacó la Gürtel, parecía que había encontrado el más antiguo de esos calzones, y que no tenía otros que ponerse. 

El Sánchez terminal tiembla en el Congreso como en una alcoba de moribundo, entre miasmas, coartadas y autoindulgencia. La estafa piramidal del sanchismo se derrumba, ya no queda nadie más a quien venderse ni a quien engañar, ya no queda más Estado que sacrificar, ya no quedan más cadáveres tras los que parapetarse, todos esos funcionarios, instituciones, promesas y contradicciones que yacen a sus pies como caballos de guerra reventados. Sánchez, eso sí, lo intenta, esforzada y penosamente, como un viejo rey impotente. Parece que ya no queda nada, pero aún saca un CNI que actúa a sus espaldas, y la corrupción del PP que es como un fantasma de la ópera que vive siempre entre nosotros, navegando por sus cloacas en góndolas de puro fascismo rococó. No se da cuenta Sánchez, o quizá sí, de que al sacar a todos esos funcionarios incompetentes y a todo ese Estado putrefacto para defenderse no hace otra cosa que señalarse él mismo como cabeza de la incompetencia y la putrefacción.

La verdad ya lo ha atropellado final y definitivamente, como un tranvía de nuestros abuelos, con la inevitabilidad que tiene el tiempo

Ser un presidente constantemente traicionado o derrotado, por la adversidad histórica o por esa derechona que parece una secta de ninjas ancestrales, por el bicho puñetero o por espías con pinta de costurera, por policías de bocata de calamares o por el avieso Putin, por marroquíes ladinos o por camioneros de Los Chichos, le hace ser también un presidente constantemente débil, inepto y fallido. Pero, seguramente, lo único que le queda ya a Sánchez por explotar, por usar de parapeto, por añadir al montón de cráneos y botas de muerto en el que se sostiene, es su propio cuerpo, una cosa espeluznante y autocaníbal, su ambición por encima de su propia carne, o sea pura náusea.

Sánchez, jefe de un CNI del que no sabe nada, presidente de un país en el que manda cualquiera más que él (un policía con bolsa de churros o el guardabanderas de Mohamed VI), gobernante que sólo quiere aplausos, sólo obtiene fracasos y sólo explica coartadas; Sánchez, en fin, parece ya sólo en el ensayo del entierro o del banquete de insectos de sí mismo, en una tribuna del Congreso que cruje y se empapa como el cabecero de un agonizante. Oír a nuestro presidente hablar de piolines, o decir que “respeta” ese “lo volveremos a hacer” de los sediciosos, no puede ser más humillante que ver a Rufián, con su mejor pose de cobrador del frac, señalarle que el jefe del CNI es él, con toda la razón. O sea, no se trata tanto de que Sánchez ya no sea capaz de hipocresía ni de servidumbre, sino de que la verdad ya lo ha atropellado final y definitivamente, como un tranvía de nuestros abuelos, con la inevitabilidad que tiene el tiempo.

Sánchez, agotado, reptante, intenta aguantar, aún sube a la tribuna como agarrándose a la borda del barco que zozobra, aún chapotea en su colchón lacustre, como un colchón de pesadilla, y aún se refugia entre las telas del Congreso como en una cama de madera alta y crucífera, igual que un confesionario. La decadencia seguramente es eso, el intento, no poder pasar ya nunca del intento, ni siquiera usando todas tus fuerzas y talentos, los que antes te funcionaban y ahora sólo terminan en un chasquido. Lo del espionaje no tiene arreglo, ni más explicación que la evidente, pero Sánchez lo intenta tapar como un agujero en una tapia de cementerio, con trozos de otros nichos y cal de otros muertos. Eso, exactamente, resume todo el sanchismo: cosas que no tienen arreglo, ni más explicación que la evidente, pero que se intentan tapar amontonando huesos. Lo hizo durante mucho tiempo, pero a nuestro presidente ya no le quedan más huesos que los propios. Sánchez, en realidad, ya sube a la tribuna del Congreso, cada vez, como a ser emparedado en vida.