A Felipe, en el 82, lo votaban enamoradas las madres, como a un cantante de boleros. Toda España se había enamorado un poco de Felipe, las señoras loteras, los obreros desengañados, los abogadetes marchosos y las feministas de la uni (entonces las feministas aún se enamoraban de hombres de labios carnosos y manazas menestrales, que manejaban los papeles y el discurso como el arado). Yo creo que Felipe ganó sólo con los votos de sus enamorados, que se había ligado a España con su socialismo ligón, su socialismo yeyé que decía Umbral. España se había cansado de tecnócratas con terno de luto y gafa gorda de comentarista de los toros (sólo le permitieron la gafa gorda a Guerra, que no era tanto una gafa intelectual sino una gafa de costura, con la que cosía el futuro felipismo en el cuarto de la mesa camilla). España se había cansado, todavía más, de coroneles y generalones de mocho cuartelero en el labio o en la cabeza. España quería pasión, quería marcha, quería libertad, quería ese “cambio” que parecía esperar no ya desde el fin de la dictadura sino desde Fernando VII. Y España votó a Felipe como echándose un novio con coderas en la chaqueta.

Felipe traía el socialismo capitalista, que nos dio la era del pelotazo y la era de La bola de cristal, que yo resumiría en estos dos hitos todos los hitos del primer Felipe

Primero fue Felipe y luego, ya, el felipismo, claro. Felipe no sólo traía su personalidad y su verbo andaluz tramposo de zalamería, más la inteligencia a media luz y un poco shakesperiana de Alfonso Guerra, luego también gran inteligencia comediante. Felipe, sobre todo, traía un PSOE que se había quitado de encima el marxismo como un polisón y se presentaba como socialdemocracia europea, moderna y sin hollín. Aquí eso de la socialdemocracia todavía nos resultaba exótico igual que una sueca, como si Olof Palme fuera una sueca de película. La socialdemocracia es más antigua que el marxismo revolucionario, pero en España, donde los comunistas han sido como curas y la izquierda sólo peregrinaba de Cuba al semanasantismo macabro de Lenin, ya se nos había olvidado. Felipe traía el socialismo capitalista, que nos dio la era del pelotazo y la era de La bola de cristal, que yo resumiría en estos dos hitos todos los hitos del primer Felipe. Pero ya digo que primero fue Felipe y luego el felipismo.

El felipismo es lo que pasó cuando Felipe quiso modernizar con prisas esta España de moquetón y mosquetón, de viudas y guardias, de estancos y fútbol. Los ajustes, las reconversiones, las liberalizaciones, el intervencionismo y el europeísmo salían mucho más rápidos y suaves si el Gobierno y el partido estaban en todos los sitios y lo controlaban todo, si los ministros despachaban como si fueran Floridablanca y la UGT se entremetía en los domingos y en el pan como el clero socialista que era en el fondo. Felipe inventó nuestra partitocracia, esa obsesión de los partidos por colonizar la sociedad y las administraciones, por controlar los medios y hasta al hombre del tiempo con su cosa de muñeco de trapo. Rumasa o Banesto fueron, sobre todo, alardes de poder, además de culebrones políticoeconómicos. Y aquella ley orgánica del Poder Judicial de Guerra todavía nos tiene en una pasarela de jueces como de mises en lencería.

El felipismo es lo que pasó cuando nos movimos de un marco teórico, posibilista y hasta literario, o sea esa Constitución nuestra un poco cervantina siempre, a ese sistema pragmático, intervencionista, piramidal y rumboso que ha seguido siendo más o menos el mismo con todos los partidos y todas las ideologías. Eso sí, en ningún sitio el felipismo, que no es un personalismo o un fetichismo de Felipe González sino toda esta teoría y práctica de la partitocracia, triunfó tanto como en Andalucía. De hecho, el susanismo seguía siendo felipismo, con una felipona menos talentosa y más folclórica. Con Felipe ya hecho felipismo, como con Guerra ya hecho guerrismo, el PSOE engordó y España creció, se hizo izquierdismo guay y se hizo militarismo de trenca, se hizo europeísmo y se hizo mucho negocio. Luego, la corrupción y el agotamiento (como en Andalucía) terminaron con el amor de juventud.

Felipe inventó la partitocracia, inventó al progre, inventó la derechona, inventó la lista negra saliendo de Moncloa como humo de leña, cada mañana, y yo diría que inventó el telefonazo del poder que sonaba no como un bombazo sino como un carrito de enfermero entrando pavorosamente en tu habitación de convaleciente. Lo inventó todo, en fin. Primero fue Felipe, con los periodistas y con las togas, con los pobres y con el dinero, con el mesianismo y con la decadencia. Después de Felipe y de aquel interregno de Almunia, Zapatero supuso el cambio del socialismo capitalista por el socialismo posmoderno, líquido, absurdo y bobo. Rubalcaba fue otro interregno hasta que Sánchez cambió el socialismo posmoderno, a su vez, por la antipolítica narcisista y vacía, ya sin rastro de ideología, de lógica, de semántica, de principios ni de partido. Desde Felipe, al PSOE se le han ido cayendo letras como a un rótulo de motel, pero el sistema que él diseñó permanece. Aún lo podemos ver, como diría el Morfeo de Mátrix, cuando encendemos la televisión, cuando pagamos los impuestos, cuando vamos a trabajar… Primero fue Felipe, aunque a Sánchez también lo votaban enamoradas las madres, y las niñas, y los progres que González había dejado abonados a la cosa, al periódico, al sermón, a la rosa del verbo socialista como el clavel andaluz de su boca. Pero ahora ya no nos duran tanto el enamoramiento, el novio, la inocencia ni las coderas.