Pedro Sánchez ha tenido un lapsus de estrella de rock, que es lo que es él, y ya confunde los lugares como se confunden las novias, los días, las noches y los años. Sánchez creía estar en Senegal cuando estaba en Kenia, como el roquero que ya no sabe ni dónde actúa ni dónde duerme porque todo son aeropuertos, limusinas, hoteles, minibares y pieles de leopardo idénticos. A Sánchez quizá le faltaba esto para completar su mito decadente, despertarse bajo un espeso antifaz de sueño o de hielo, ser arrastrado hasta el escenario y hacer su número equivocándose de sitio, de tonalidad, de letra o de todo a la vez. También se ha llamado lapsus a lo de Feijóo con Orwell (“aquella distopía escrita por Orwell allá por el año 84”), pero eso es sencillamente incultura, una incultura que casi llega a confundir a Orwell con la bruja Avería. Uno ya no sabe dónde termina el lapsus y dónde empiezan el cansancio, la indiferencia o la sincera ignorancia de nuestros políticos.
Nuestros políticos sabemos que son un poco actores de telenovela, con cartelón y pinganillo, o cantantes de playback. Así que de vez en cuando es inevitable que los pillemos en albornoz
Se diría que hemos tenido un día de lapsus como se tiene un día de hipo, pero uno no ve en esto anécdota, sino continuidad. Hemos visto que a nuestro presidente todo le parece el mismo podio, el mismo colchón y el mismo camarero, y que el aspirante no es ya que no lea a Orwell sino que no lee a sus asesores, pero no se nos revela nada nuevo en esto. Nuestros políticos sabemos que son un poco actores de telenovela, con cartelón y pinganillo, o cantantes de playback. Así que de vez en cuando es inevitable que los pillemos en albornoz (Sánchez se mueve siempre como si fuera en albornoz de suite, de camino a su colchón con champán y fresas) o que los pillemos con los papeles volados y el apuntador muerto dramática y catastróficamente.
Yo no hablaría de lapsus sino de idiosincrasia o de personalidad. Aquello de Federico Trillo con el “viva Honduras”, por ejemplo, yo creo que le venía de un patriotismo que se le rebosaba por el mapa, como el islote Perejil se le rebosó volcánica o lechosamente en una Troya cervantina de cabras. Los circunloquios absurdos de Rajoy le venían de ser un señor que se pasea por jardines de lluvia, de alfombras, de ideología y de gramática con idéntico brujuleo caótico (María Jesús Montero es otra amante de los jardines sintácticos con laberinto, templetes y estanques para descansar, perderse o hundirse hasta el cuello de tul, como un nenúfar). Lo de Sánchez tampoco me parece un lapsus, sino un síntoma preocupante, como encontrar el sacacorchos en la lavadora o un calcetín en el congelador. Y lo de Feijóo, claro, sí que parece esta vez insolvencia, siquiera insolvencia de gafas de leer, leer no ya los clásicos ni el Reader’s Digest, sino tus propios papeles.
Nuestro presidente no sabía si estaba en Kenia o en Senegal porque, en general, no sabe dónde está. Sánchez no sabe si está en un apocalipsis, en el anterior o en el siguiente; no sabe si está en España, en Pluriespaña, en Franquistán o en Frankenstán; no sabe si está en la democracia o en la revolución; no sabe si está en una crisis económica o sólo en la crisis sentimental de los indepes; no sabe si duerme con Podemos o duerme en el sofá, con la almohada a los pies, o no duerme; no sabe si no dijo lo que quiso decir o no quiso decir lo que dijo; y yo creo que no sabe si es martes o es viernes, como un señorito de Downton Abbey (“¿qué es un fin de semana?”, pregunta en una ocasión el personaje que interpreta Maggie Smith, la cosa más aristocrática que he escuchado jamás). Perderse en la tupida África como Meryl Streep me parece más que normal cuando Sánchez anda perdido en las ideologías, en las promesas, en la lógica, en las leyes y en los pedazos de su propio país.
Lo de Feijóo tampoco es un lapsus, sino un precio, el precio que hay que pagar por la tranquila mediocridad, por la aburrida seguridad, que es lo que trajo él después de Casado, mucho más brillante y culto, sin duda, pero también mucho más inseguro y combustible. Feijóo no sabe qué es 1984, así de sencillo. Mi teoría es que la frase preparada por los asesores sería seguramente así: “Podemos situar el nacimiento de la posverdad en aquella distopía descrita por Orwell en 1984”. Pero Feijóo, metiendo presbicia o metiendo una morcilla, lo dejó en eso de “aquella distopía escrita por Orwell allá por el año 84”. No, Feijóo no sabe nada de 1984, ni en libro, ni en película, ni en resumen del Rincón del vago ni en matiz tipográfico de la cursiva, pero tampoco Sánchez sabe nada de Mark Twain, al que recuerdo que llamó una vez, en otra de esas pingaletas con cita erudita, “Mark Tawin”. No lo saben y seguramente tampoco hace falta, que para eso están los pinganillos, los asesores, los escribientes y los pensantes que tampoco escriben ni piensan demasiado bien, pero bastan para que el político abra comillas y hasta abra legislaturas como el que abre una lata de sardinas. Y, más que nada, claro, ahí está el español, que lo mismo se sentiría extranjero si sus políticos empiezan a hablar de libros que han leído de verdad, e incluso que han escrito de verdad.
Feijóo perdido en la biblioteca como en Bagdad; Feijóo con su Orwell ochentero, que me imagino en plan Tino Casal o así, quizá sea sólo su propia versión de Rajoy con el Marca. Feijóo, que es como un ditero antiguo con números de lápiz y redondilla, es más de cuenta de la vieja, de una España de cuenta de la vieja que a lo mejor a algunos les parece más España que la España leída, siempre sospechosa de rojales. En cuanto a Sánchez, vuelve a ser doctor apócrifo, perdido en África como un Livingstone de pega, perdido en el escenario como los Dr. Feelgood tocando cocidos, y perdido en sus propias palabras y trampas como en una gruta. No son lapsus, sino autorretratos.
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