Parecía que el brote populista que sufríamos desde 2016 empezaba a remitir. Donald Trump y Boris Johnson daban paso a Joe Biden y Rishi Sunak, en comparación verdaderos portentos de sopor aburguesado. Cuando Lula da Silva sustituía a Jair Bolsonaro, casi se veía el eslogan: Make Brazil Normal Again. Y en eso, de repente, Chile. 

El pasado domingo los chilenos elegían al Consejo Constitucional que ha de elaborar la carta magna que sustituya a la redactada bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Segundo intento, tras el fracaso en 2022 de otro Consejo dominado por las izquierdas. El electorado ha otorgado una holgada mayoría (35,5% del voto y 23 de 50 consejeros) al partido Republicano liderado por José Antonio Kast. A saber, a la variante chilena del hongo populista que el lector español asocia con Vox. Ya saben: "Ley y orden", nacionalismo, agresividad frente a la inmigración y tendencia hacia la variante de catolicismo más comprensiva con Savonarola. En resumen, desde la óptica liberal, Chile nos retorna al corazón de las tinieblas – el horror, el horror versión Marlon Brando en Apocalypse Now. Y eso en un país que se decantaba por la izquierda hace apenas un año. ¿Qué pasó?

Felizmente, la semana anterior a la cita con las urnas la profesora Paulina Astroza (Universidad de Concepción) reunía en el país austral a algunos de los principales especialistas en populismo de Europa y América Latina. Explica uno de ellos, Javier Sajuria (Queen Mary, University of London), que el brusco giro electoral hacia la derecha radical en el referéndum ni refleja ni debe interpretarse como un cambio estructural en la sociedad chilena, sino condiciones muy concretas y específicas de la coyuntura política: el hastío del electorado tras la debacle del primer proceso constituyente y la frustración ante cuestiones más imperiosas como las dificultades económicas y sensación de inseguridad ciudadana persistentes desde el gravísimo Estallido Social de 2019 o la crisis migratoria focalizada en la frontera con el Perú.  

Así las cosas, la campaña de los de Kast ha logrado conectar con el ánimo de buena parte del electorado negando la mayor: encantados con la herencia de la dictadura (una posición divisiva, pero en absoluto mayoritaria), consideraban inoportuno reiniciar el proceso constituyente (esta sí, una postura manifiestamente mayoritaria). Y así, además, se han ahorrado entrar en aburridas disquisiciones legalísticas durante la campaña para centrarse en las cuestiones arriba citadas, perfectamente desconectadas del debate constitucional pero considerablemente más apremiantes y atractivas para el electorado. 

Basta considerar, para hacerse una idea de quién controla ahora el proceso constituyente, que sus propuestas han incluido cosas tan prácticas como, por ejemplo y en un verdadero alarde de originalidad, solventar el problema migratorio "cavando una zanja" (sic) en la frontera peruana, presumiblemente igual de eficaz pero más económica que las vallas propuestas por Trump y nuestro Santi Abascal o las olas artificiales contempladas por el gobierno de Boris Johnson. 

Como Trump, Boris y Abascal en su momento, Kast ha debido ser el primer sorprendido por el calibre de una victoria que le coloca a los mandos de un proceso crucial, extraordinariamente delicado y que él mismo ha declarado innecesario. Opina Cristóbal Bellolio, de la Universidad Adolfo Ibáñez, que es posible que los Republicanos reconozcan la naturaleza coyuntural de su victoria, acepten su papel desde la responsabilidad y traten de asegurarse la victoria en las próximas elecciones nacionales pilotando un proceso que reconcilie a los chilenos entre sí y con la política – improbable, a juicio de quien esto firma, pero efectivamente posible, cosas más extrañas ocurren en Chile. También es posible – y más previsible en opinión de este plumilla – que, como Boris Johnson y Donald Trump, sean presa de su identidad y de su propio éxito y persistan en el radicalismo populista que les identifica. 

Hasta, probablemente en este último caso, autodestruirse. ¿Por qué?

A estas alturas es obvio que ninguna democracia liberal está libre del populismo de la derecha radical y que todos los brotes locales contienen elementos comunes claramente identificables: los torquemadas hispano-chilenos, por ejemplo, tienen su equivalente en los calvinos del movimiento evangélico en Estados Unidos y todos comparten verdadera pasión por los artilugios homicidamente xenófobos en las fronteras. Coinciden en las recetas porque, como analiza el reciente libro editado por Cristóbal Rovira Kalwasser (Universidad Diego Portales), comparten origen en el mismo proceso, llamémosle tránsito a la postmodernidad, de transformación social tan profundo que a juicio de este autor cabe tildar, en realidad, de civilizacional: el asunto incluye ramificaciones económicas, políticas y culturales que van desde el imparable proceso de secularización hasta cambios en el sistema productivo o en los roles (hasta la misma noción) de género, pasando por la reinterpretación de las ideas de Estado y de nación. 

Los populistas traducen estas tensiones en una narrativa que contrapone el pueblo victimizado a unas élites depredadoras (la idea original pertenece a Cas Mudde, University of Georgia) que aspiran a destruir la familia tradicional, los trabajos tradicionales o la composición étnica y cultural tradicional de la nación a la que apelan. El meollo del mensaje populista de extrema derecha consiste en contraponer esos elementos tradicionales y colectivos a las libertades individuales, a estas alturas igual de tradicionales en el orbe occidental pero raramente explicitadas en las identidades colectivas.

Los españoles, por ejemplo, celebran regularmente la importancia de una lengua y unas costumbres compartidas que los populistas presentan como amenazadas; pero no tanto el derecho – igual de compartido – de criticar ambos y que los populistas, en su corazón de corazones, querrían abolir. 

Sin embargo, el descontento o el temor ante estos cambios – o ataques – padecidos por la comunidad o imaginados por los populistas raramente se traduce, en realidad, en el rechazo a gran escala de esos valores liberales básicos que articulan los regímenes democráticos avanzados – en España, por ejemplo, solo los populistas se plantean seriamente prohibir el nacionalismo o abolir el Estado autonómico. Obsérvese, también, la pasmosa facilidad con la que se ha aceptado el matrimonio homosexual y las maravillosas piruetas de Vox afrontando la cuestión. 

La solución pasa por que los no populistas resistan el maniqueísmo populista y administren nuevas dosis de los principios liberales que rigen las democracias avanzadas

Ocurre con el populismo de extrema derecha como con todos los hongos: Kast, Abascal, Trump y Boris son cepas locales de un fenómeno oportunista que aparece y reaparece cuando la coyuntura debilita las defensas liberales, de por sí estructuralmente tensionadas, de las democracias avanzadas: el procés en España o la primera debacle constitucional en Chile.  Sin embargo, hasta la fecha, salvo excepciones como Polonia y Hungría, donde el populismo de derecha radical se enquistó en el poder antes de la consolidación de esos valores liberales, los brotes pasan, dejando cicatrices pero sin afectar la vigencia, incluso en el grave caso del Reino Unido, a esos fundamentos liberales que, a fin de cuentas, casi nadie cuestiona. 

Entretanto, ocurre con Kast y compañía algo asimilable a lo que observaba Ortega y Gasset frente al nacionalismo: como los profundos cambios aparejados al tránsito a la postmodernidad persistirán, los brotes de la derecha populista también persistirán.

Entretanto, la solución pasa – aunque no baste – por que los no populistas resistan el maniqueísmo populista y aprendan a conllevarlo administrando nuevas dosis de, precisamente, esos principios liberales que rigen las democracias avanzadas: frente al colectivismo populista, el énfasis en las libertades individuales. En el derecho, en los términos de Jefferson, a buscarse la felicidad como a uno le dé la gana. Parafraseando a Constant: tan burgués, tan mundano y sin embargo tan vital.  


David Sarias Rodríguez es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.