Cuentan en mi casa que entre los tres y los cuatro años aprendí todas las celebraciones de gol que mi hermano me había enseñado y las repetía por el pasillo de casa. Recuerdo las de Kiko y Amavisca, pero poco más. Por entonces yo era del Barça, como la inmensa mayoría de niños nacidos en Cataluña. Me encantaba Rivaldo igual que me encantaban mis barbies.

Años después, y con más ganas de llevar la contraria que otra cosa, decidí que era hora de cambiar de equipo. Tampoco había referentes culers a mi alrededor, aunque una toalla vieja de mi padre con el escudo del Barça dijese lo contrario. El caso es que en casa, mi padre y mi hermano me habían dicho que me hiciera del equipo que quisiera, menos del Real Madrid. Y ese año ganó la Copa del Rey el Deportivo de La Coruña y no lo dudé. Me hice del Dépor.

Pero duró poco. Llegaron Aimar, Ayala, Mista -por el que me preguntó un taxista una vez en California, pero esa es otra historia-, Albelda y sobre todo, llegó Benítez e hizo soñar al Valencia. Me hice ché, así lo rezaba un difunto fotolog, y el central argentino pasó a ser mi ídolo. Me aprendí su cumpleaños y el cuatro pasó a ser mi número de la suerte.

Lo natural era que cuando empezase a hacer algún extraescolar este fuera el fútbol, pero no pudo ser. “El fútbol no es para niñas”, sentenció mi madre. Y supongo que entonces no lo era. En ningún club cercano a mi casa había un equipo de niñas, tampoco las había en los equipos de chicos, así que me tuve que conformar con el hip hop.

Al menos me quedaban los recreos. En una clase en la que no había demasiados futboleros, todos teníamos claro a qué se jugaba en el descanso del colegio. Me gustaba jugar de defensa porque era más fácil evitar goles que marcarlos, tampoco tenías que confiar en que nadie te pasara el balón.

Me gustaba jugar de defensa porque era más fácil evitar goles que marcarlos"

Crecí en una casa en la que mi hermano, referente en tantas cosas, compraba el Don Balón, veíamos el partido del sábado a las 22h y luego el de segunda división los domingos al mediodía. Los clásicos los veía con mi padre y con mi tío y me daba igual el resultado, me gustaba el ambiente y ver el partido con ellos.

Coleccioné los cromos de varias temporadas, un ejercicio que me sirvió para identificar a jugadores, aprenderme plantillas y tener información random de escudos, colores, entrenadores y estadios. Heredé una calculadora científica con alineaciones escritas con tippex y con una cara de Maldini (el italiano, claro) recortada y pegada sobre el logo de Casio.

Era una niña futbolera pero no tuve referentes femeninas. Solo un nombre: Ronaldinha. Milene Domingues, la jugadora brasileña exmujer de Ronaldo Nazario es la única mujer que recuerdo en mi infancia vestida de futbolista. Por cierto, menuda machirulada sacar su apodo del apellido de su pareja. Y también por eso, el fútbol no era para niñas.

Hace años que no juego al fútbol, pero veo partidos y disfruto de las previas y de los viajes que tienen como objetivo ver a un equipo rojiblanco. Me avisaron de que mi euforia se apagaría y así ha sido.

Pero han pasado años y ahora el fútbol es para niñas porque ellas tienen también en quién verse representadas. Llevan años luchando por ello y las futbolistas españolas son campeonas del mundo. Me emociona pensar en que hay generaciones que visten las camisetas de Alexia Putellas, de Olga Carmona y de tantas otras. Hoy, en la familia también tenemos a una futbolista, acaba de cumplir uno de sus sueños, pero estoy segura de que seguirá haciéndonos soñar al resto.

La victoria de España en el mundial de fútbol femenino ha dado muchas lecciones, no solo deportivas: que la igualdad está más cerca y que aquello de que hay cosas de chicos y cosas de chicas se acabó.