Fui uno de esos niños del descenso. Una tarde de mayo a 200 kilómetros del Calderón mi padre me llevó a un bar, como cada domingo. Un domingo diferente porque mi primo celebraba su primera comunión, evento de magnitud que no alteró ni un ápice los planes de aquellos que miraban el reloj para que empezara el partido. Esa tarde, lloré por primera vez por fútbol. El Atleti desfilaba a los infiernos futbolísticos.
Fueron días, semanas, meses y años de sorna, desprecio y humillación de decenas de niños y jóvenes que me veían con la camiseta del escudo del Atleti bordado en el pecho. Escudo que ha sido ultrajado por parte de unos dueños que poco les importa el sentimiento de decenas de miles de personas que se agolpaban en los aledaños del extinto Vicente Calderón. Hoy lo seguimos haciendo en una suerte de estadio de corta y pega plagado de camionetas que venden salchichas y burritos.
A veces, o no tan a veces, se nos recuerda lo que deberíamos ser y lo que no deberíamos hacer
No vengo a descubrir lo que se presupone ser del Atleti. Se ha hablado, se ha escrito y se ha documentado durante toda su historia. Del orgullo de identidad o de los valores que nos representan. A veces, o no tan a veces, se nos recuerda lo que deberíamos ser y lo que no deberíamos hacer. Siempre suelen ser los mismos, blanco y en botella.
Crecí orgullosamente acudiendo al bar con mi papá de la mano, que diría Sabina, para disfrutar de Atleti-Universidad Las Palmas, Jaén-Atleti o Atleti-Nástic. Ese partido nos iba a devolver a la gloria, pero nuestro equipo prefirió volver a la Primera División por la vía más difícil y se tuvo que celebrar el regreso en diferido.
Eran los peores años de la historia de un club que rozaba el centenario, pero apuesto que los más felices para nosotros. Sin camisetas que parecen pijamas, sin logos, sin departamentos de marketing y sin tener que pagar 80 euros por ver a tu equipo. 100 años antes unos jóvenes vascos del Athletic Club crearon una sociedad deportiva sin saber que serían padres de la mayor irracionalidad del fútbol español. Creadores de un club que abrazó al mayor Sabio de la historia de este deporte y que amamantó a un niño que se convirtió en leyenda tras vivir su juventud fuera de su casa.
Fui uno de esos niños del descenso. Vagamos por Segunda y subimos. Vagamos por Primera y volvimos a sentirnos importantes por jugar la Intertoto. Vagamos por Europa y volvimos a sentirnos importantes para jugar esa maldita competición que nos pone un nudo en el estómago y que nos ha patrocinado nuestras peores noches junto a la almohada.
Ahora no vagamos, como tampoco lo hacíamos en los 50, en los 60 y en los 70. Ahora miramos a los ojos a los de arriba, a los del poder establecido. A esos que se mandan mensajes a través de redes sociales y ruedas de prensa quien de los dos ha sido más beneficiado por el honorable estamento arbitral. Lo hacemos porque hace poco más de una década llegó un argentino al banquillo que quedó enamorado del Atleti en su etapa de futbolista.
Con él volvieron los paseos a Neptuno y las noches de coraje y corazón. También hubo momentos de ira contra él. Ahora, como cada final de temporada, se esconden entre el cemento de nuestra nueva casa, que cambia de nombre para que podamos seguir creciendo económicamente. O eso dicen los que mandan.
Porque tenemos nuestra casa, pero no es nuestro hogar. Nuestro hogar se derrumbó por unos cuantos millones de euros y unos terrenos en la M-40. Ahora, desde Pirámides, ya no se ve una de las mejores vistas de Madrid. En su lugar hay una decena de pisos que enterraron los mejores recuerdos de nuestros abuelos, de nuestros padres y de todos los niños del descenso.
Y así nos encontramos soplando 120 velas. Ojalá tengamos 120 más con un Atleti de sus socios, con la vuelta de parte de la identidad perdida por la decisión de algún tipo que no conoce ni conocerá de qué va esto del amor a unos colores. Pero mientras, celebremos en rojo y blanco.
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