Pedro Sánchez ha escrito otro libro como de Belén Esteban, con negro literario, mucha papilla heroica y mucha lágrima exprimida del paño o bayeta de lágrimas, y justo así lo presentó. Yo lo veía arreglado pero informal, presidente pero choni, escritor de libros con faja gorda (que son como esas amantes con faja gorda, viejo vicio patrio de la literatura) pero en el fondo concejal de feria de la tapa, estrella del brilli-brilli con zorro albino al cuello pero pantuflas de estar por casa, como si fuera Carmen Sevilla presentando o practicando un libro de cocina. Esto nunca nos había pasado, tener un presidente en activo que se dedique sobre todo al espectáculo, al artisteo, al revisteo, al muslaqueo (sus cachas tensaban el pantaloncito azulina como si fueran pantaloncitos de la Bombi); tener un presidente que salga un día con 14 ministros como 14 mamachichos porque quiere vender el diario de sus suspiros y la historia de sus pestañas o calzoncillos caídos, como plumas de sus marabúes.
Sánchez entró al Círculo de Bellas Artes de Madrid como una estatua alada de cornisa, con más arte y verdad en el culo que en el libro encargado. El libro no es ya hagiográfico sino onanista, o sea como si Sánchez hubiera querido hacer de su chorrafuerismo político una novelilla erótica y salpicante, sus cincuenta sombras de la Moncloa. Juraría que algún cachondo le gritó “héroe” mientras entraba, y yo me pregunto si esta vida de artista arrastrado, o sea de actriz a la que llaman actriz, de escritor al que llaman escritor, de héroe al que llaman héroe o de presidente al que llaman presidente, pero sólo como recochineo, merece en realidad la pena. Luego lo veía uno tensar el muslo, girarse como una azafata de teletienda y mover el pie como si estuviera a punto de quitarse una media de molinera sexy o de doña Rogelia venida arriba, y tenía uno que concluir que sí, que le merece la pena. Sánchez vendería España, y de hecho la ha vendido, para lucir la cacha, que yo no sé si eso es determinación o sólo vicio, como en Belle de jour.
El presidente estadista o mocatriz, héroe o folclórica, Winston Churchill o Lorenzo Lamas (o ligue de Winston Churchill o de Lorenzo Lamas), escritor de cabeza y fama sostenidas por un dedito índice o político de cabeza y fama sostenidas por un dedito en peineta, tiene en todo caso medio corazón de política y otro medio corazón de tomate y brilli-brilli. Por eso en el acto lo esperaba Jorge Javier Vázquez, que ya es un cruce entre vieja del visillo criticona y Benny Hill podrido de rencores, y también Ángeles Caballero, que diría que estaba ahí para hacer periodismo como el que está en el programa de Iker Jiménez para hacer ciencia. Jorge Javier decía mucho “hostias”, para darle autenticidad no tanto a su amargura de colega medio tirado como al propio Sánchez, a la cercanía de ese presidente nuestro que podría ser igual un ángel, un poeta o un butanero con el que hablas en el rellano. Ángeles Caballero le quería poner a lo suyo cierto tonillo radiofónico, pero todo le sonaba a jingle sanchista como a jingle de jabones patrocinadores de concurso de Joselito. La cosa tenía que ser así, supongo, que ellos representaban como dos polos de la intelectualidad progresista, y así iba Sánchez, entre uno y otro, de la broma al capotazo, de la consigna a la complicidad, dando pasos o brazadas de natación sincronizada.
Los artistas son vanidosos, pero los más vanidosos son los que no son artistas, sino sólo farsantes
El nuevo libro de Sánchez, como todo lo de Sánchez, ya hace mucho que no es explicación ni marketing, sino sólo sarcasmo. Sánchez ha visto que el español se lo traga todo y, por supuesto, ha pensado que también se va a tragar un kilo de cartón sobre su figura de cartón que se llame, además, Tierra firme. No es tanto que Sánchez, como los artistas de medio pelo que escaparon del polígono o de Operación Triunfo, sienta que el mundo tiene necesidad de una nueva obra suya, un nuevo disco o poemario suyo que no sólo es un disco o un poemario, sino que explica su madurez, y el mundo, y la vida, arborescentes desde el ruido íntimo de sus tripas, como si fuera algo de Proust. El libro de Sánchez, según sus propias palabras, viene a “arrojar luz”, como si alguien tuviera duda, a estas alturas, de lo que ha pasado aquí y de lo que es Sánchez. Pero no, yo creo que sólo pretende demostrar que nos puede vender cualquier cosa, la ambición como progreso, la amnistía como concordia, la mentira como verdad y este kilo de cartón de huevera presidencial como una reliquia de la Santa Cruz.
Hablaba Sánchez de “la magia de la política” como aquél que hablaba de la magia de su melena, pero su magia es la de la mentira y el olvido. Mientras habla de la “derecha política, mediática y económica”, él se alía con el nacionalismo etnicista de la sangre y la pela; mientras habla de democracia, él compra la presidencia desmantelando el imperio de la ley y la separación de poderes; mientras habla de odio, expulsa a la mitad de la ciudadanía de la política y de la moral; mientras se miente hasta a sí mismo, insiste en que los medios se comporten como meros transmisores de las cuotas de los partidos. Y no contento con esto, nos quiere vender este calostro de sus pajillas mentales con gran aparato de publicidad y hasta un señor de Planeta que habla de la obra de Sánchez como de una de sus sagas de costureras para analfabetos.
Sánchez, arreglado pero informal, estadista en albornocito, escritor que no escribe, artista de sus cachas y gobernante de su colchón, se llevó a 14 ministros empenachados que habían parado España para soltar pluma ante el jefe y su libro, un libro que en un glorioso momento de la presentación se cayó al suelo y sonó a corcho o a saco de la risa. Los artistas son vanidosos, pero los más vanidosos son los que no son artistas, sino sólo farsantes. La necesidad de un presidente del Gobierno por escribir un libro de adolescente o de mesías me parece que lo dice todo del adolescente, del mesías y del presidente. A su vez, este presidente lo dice todo de este país con medio corazón de odio y otro medio corazón de tomate y brilli-brilli.
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