Es difícil decir en sanchistaní que el Gobierno le concede las competencias en inmigración a la ultraderecha xenófoba catalana. Es mucho más fácil hacerlo, simplemente, y volverse a la Moncloa surfeando en la sonrisa, desde un Senado convertido en Congreso como una furgoneta convertida en picadero. Pedro Sánchez es el único que no ve dificultades en eso de gobernar, o al menos en ser un presidente de pasarela de peaje, un presidente de peep show, que va a tener que pagar cada noche en la Moncloa igual que cada minuto de pervertido en la mirilla, moneda pringosa tras moneda pringosa. “Así es muy difícil gobernar”, dijo Yolanda Díaz, enfurruñadita como una princesa despeinada, porque Pablo Iglesias y su negocio de empanadillas familiares se van cobrando también las venganzas moneda a moneda. Hasta a Junts le parecía difícil conseguir lo que pedía, o sea todo, y lo consiguió sin un pero. Sánchez aún tiene que enseñarles a la infantiloide Yolanda, al membranoso Puigdemont y al anonadado españolito que nada es difícil cuando se está dispuesto a todo.

No hace falta mucho talento ni mucho esfuerzo para decir que sí a todo lo que pide Puigdemont, que ahora se siente como un marquesito de primera comunión en una confitería

Lo difícil no es negociar sino salir vestido de torero, con cojera de paquetón de grana y oro, después de haber cedido en todo. De todas formas, una cosa es dar capotazos a las gallinas por ivas y artículos bises de leyes de comercio, con su lenguaje de prospecto, y otra cosa es que un progresista pueda salir con oreja, rabo y porrón después de haber cedido las competencias “integrales” en inmigración a un partido que, según el propio Sánchez en 2018, era “racismo y xenofobia”, a la par con Le Pen. No hace falta mucho talento ni mucho esfuerzo para decir que sí a todo lo que pide Puigdemont, que ahora se siente como un marquesito de primera comunión en una confitería. Pero Sánchez va a necesitar mucho más que sonreír y enseñar la pantorrilla con el pie encharolado, como una cabaretera, y mucha prensa del Movimiento haciendo cabriolas con las palabras y los conceptos, para solventar esta contradicción especialmente pestosa, perturbadora y sangrante.

Es difícil explicar en progresianés que para salvar la convivencia y salvarnos de la ultraderecha se les den las competencias en inmigración a esos supremacistas que consideran moritos a los andaluces, colonos a los españoles, extranjeros a los castellanohablantes e invasores a los disidentes. Me pregunto qué será de aquéllos cuyo “aspecto físico no se corresponda con los de los catalanes autóctonos”, que decía Anna Erra, alcaldesa de Vic. Qué será de aquellas “bestias con forma humana”, “carroñeras, víboras, hienas”, que decía Quim Torra (Esquerra no se libra del racismo, que hasta tiene a un andaluz como cuota de converso —el asco se tolera con la sumisión, ya saben). Sí, qué pasará, porque hasta ahora todo podía quedarse en darles conversación o trabajo sólo si hablaban en catalán, como la monjita que sólo daba sopa al que había ido a misa. O en no bajar a los niños al parque cuando estaban ellos o sus hijos, como decía doña Marta Ferrusola, que era como la Carmen Polo de Franco de Jordi Pujol. Pero con las competencias integrales y morrocotudas lo mismo ahora los mandan a un campo de reeducación, o de vuelta al África de los baobabs o al África de la Torre del Oro.

Puigdemont, o todo el independentismo, no pide las competencias en inmigración para hacer de ONG balsera, ni para montar el anuncio multicolor con jersey gordo, sino para controlar a los que llegan a Cataluña no sólo en número o en origen sino sobre todo en calidad. Como digo, el asco se soporta mejor con sumisión, y el andaluz / morito bien puede tolerarse si sirve para aumentar la tropa creyente, catalanista, indepe. En otro caso, podría suponer un problema para la propia existencia de la nación catalana, con el catalán de sangre o alma “minorizado”, como decía Pujol. Las políticas de “integración” de las que habla Jordi Turull ya sabemos que serán políticas de asimilación o conversión, porque lo son siempre que los xenófobos sacan este término. O sea, que cada inmigrante se convierta, si es posible, en ese Gabriel Rufián agradecido de haber sido rescatado del salvajismo. Otros dirían “que respeten nuestras costumbres” y pondrían al marroquí de monaguillo en el Corpus, pero los indepes lo pondrían mejor con estelada. La verdad es que no se trata de respetar las costumbres, sino la ley, que es lo que distingue a los lugares civilizados. Pero qué van a decir los indepes de respetar la ley, claro.

Sí, es difícil que Sánchez y el sanchismo orwelliano expliquen que les dan las competencias en inmigración a los que están pidiendo (lo dicen los alcaldes con garrota de Junts) endurecer el discurso migratorio para poder “competir” con Vox. La inmigración no es ya que sea competencia estatal, es que más bien es ya europea, así que, además de un muro fronterizo y una naricilla de asco trumpistas, los indepes van a tener otro frente para la bilateralidad con Europa, o sea más legitimidad para lo que pueda venir, que vendrá. Es difícil explicar todo esto y por eso ni Pilar Alegría, alegría marchita de la huerta, ni el mismísimo Félix Bolaños, con su creativo jesuitismo sanchista, pueden ir más allá de eso de “mejorar la vida de la mayoría social” o “proteger a la ciudadanía”. Pronto, Sánchez dejará seco su pozo de excusas y mentiras.

Es difícil salir ahora con el socialismo, la rosa, la igualdad, el mendrugo y la convivencia; es difícil salir ahora incluso para acusar a Feijóo de gobernar con un partido que se niega a subvencionar obras de teatro en calzoncillos; es difícil después de darle las competencias en inmigración a un nacionalismo xenófobo, supremacista, totalitario y joseantoniano al que Sánchez no sólo le está regalando dinero y poder sino hasta la manguera para la limpieza de la parcelita y de la raza. Es muy difícil explicarlo, mucho más difícil que gobernar con taxímetro y que negociar tragándoselo todo. Y la legislatura del escándalo y del peep show sólo acaba de empezar.